Sin Almas 2 © Los Gaía

18. El Sacrificio

Enfadado consigo mismo, Pierrino trató de ajustar su corbata por tercera vez, a la cuarta simplemente la tiró sobre su silla: no habría corbata, decretó Pierrino decidido. De la silla, recogió su máscara, y se encaminó hasta el salón para recoger los cuadros antes de subirse en su auto y prender las luces.

A toda velocidad, Pierrino intentó recuperar su atraso, el castillo no estaba lejos pero la ruta era muy sinuosa y oscura. En sus manos, el familiar cosquillo lo impulsó a tomar el desafío y recorrer el camino a alta velocidad.
Siempre lo sedujo la sensación del volante deslizándose entre sus manos y tener el control total de su vehículo, justo en esos momentos, Pierrino se sentía libre.
De pronto al ver el castillo, otra emoción comenzó a subirle, y no era a causa de la velocidad, sino por volver a estar en su vieja casa con toda la familia reunida y François. Apenas perceptible, poco a poco Pierrino levantó el pie del acelerador, el castillo estaba ahora muy cerca. Sumergido en la oscuridad, Pierrino pudo admirar el juego de luces en las afueras del castillo, cualquiera podría adivinar que un gran evento iba a suceder. Y con una amargada sonrisa, Pierrino admiró su castillo. Nunca se dio cuenta del efecto intimidante de las dos torres flanqueadas de la Puerta de la Marina, como dos gigantes gemelas levantadas para defender a su ya inaccesible castillo. Un principiante se equivocaría ante el típico panorama del famoso castillo en período de fiestas, convertido para esta ocasión, en un Palacio de los cuentos de hadas; pero Pierrino conocía la realidad, y sabía que detrás de las murallas del Palacio otra versión muy alejada de la realidad ocurría: una dimensión oculta, tenebrosa y terrorífica, y la verdad era que aquel que entraba allí, nunca salía. Era una ida sin vuelta.
Contrariado por su cobardía Pierrino se condicionó mentalmente: tenía que tener más confianza, hoy tendría la oportunidad de espiar a su enemigo de cerca sin levantar sospechas, la vida de muchas personas dependía de ello. De repente, supo dónde iba a poner los cuadros, no le tomaría mucho tiempo,  y pensativo entendió su error; debió haber hecho más cuadros y mucho más pequeños, pero ya era muy tarde para arrepentirse, el momento de la acción había llegado. Sin pensarlo, volvió a acelerar pasando la quinta marcha soltando el auto a toda velocidad por las curvas tenebrosas y abruptas.

Antes de pasar por los guardias de seguridad, Pierrino cerró los ojos. Ya estaba en la boca de lobo... 
El guardia le pidió de bajar el vidrio, y Pierino se ejecutó. Si el guardia estaba sorprendido de verlo, no le dijo nada; y con la invitación como pase, el guardia dio la señal para levantar las pesadas rejas de acero. Pierrino aceleró lentamente y entró mirando las rejas cerrarse detrás de él; giró el volante y aparcó su auto en el único lugar disponible -y con razón- al bajarse, se embarró sus nuevos y relucientes zapatos de lodo. Maldiciendo abrió el cofre y saco los cuadros. Con calma,  caminó hasta la puerta, los militares estaban ya presentes al igual que los guardias de seguridad disfrazados de meseros: Julien se había asegurado de la protección como un experto, preparado para cualquier ataque físico, sonrió Pierrino.

En la entrada, la recepcionista le dio la bienvenida e iba a llevarlo hasta la sala de baile cuando Pierrino se paró enseñándole los cuadros. —Tengo una sorpresa para mi sobrina —dijo con amabilidad, pero con toda la firmeza que fue capaz de concentrar en su voz.

—Entiendo, ¿dónde quiere que se los deje? —pregunto la joven cooperativa.

—No lo he decidido todavía, tengo una duda si dejarlo en la biblioteca o en sus apartamentos, ¿cree que sea posible pasar?

La recepcionista se quedó pensativa sin saber qué contestar pero al final alzo los hombros.

—Pierrino, puedes entrar, después de todo es tu casa.

—Muchas gracias…

—Claire, mi nombre es Claire —dijo la joven con una hermosa sonrisa, sin quitarse su  máscara.

Eufórico, Pierrino no pensó que fuese tan fácil brincarse la sala de baile antes de dejar los cuadros. Primero, para evitar toda sospecha se dirigió hasta la biblioteca y dejo el primer cuadro, luego rápidamente bajo hasta los laboratorios de François totalmente abajo. Como era de suponer su puerta estaba cerrada con llave, nada que él no pudiera resolver, de su bolsillo Pierrino saco su llave maestra del castillo y entró en el laboratorio. El laboratorio era igual que siempre, igual a todos los laboratorios, impersonal. Antes de comenzar a farfullar, por precaución más que por preocupación Pierrino decidió que colgar el cuadro, era mejor, solo por si acaso. Buscó el mejor lugar, no muy visible, y al final lo encontró, el cuadro de allá justo en el fondo, nada más necesitaba reemplazarlo. Lentamente levantó el cuadro y justo cuando iba a poner el suyo, la pared del laboratorio se abrió.

Despacio, Pierrino entró, mientras las luces se encendían poco a poco enseñando docenas de mesas con cadáveres sobre las mesas que parecían más una morgue que un laboratorio. Sorprendido, Pierrino quiso retroceder, pero él no estaba aquí para irse, ni para investigar. Se aproximó a uno de ellos y se percató enseguida el origen de las marcas sobre los pies y el cuello. Lentamente sin querer ver realmente Pierrino levantó la sábana y lo que miró le revolvió el estómago, el Sin-Alma no estaba muerto pero anestesiado con el abdomen y el tórax completamente abierto; temblando Pierrino abrió un tubo y tomó una muestra de saliva guardándolo preciosamente. Con mucha cautela Pierrino continuó su búsqueda y se agachó hasta una gran jaula, allí, unos enormes perros, o más bien bestias, profundamente dormidas. Con una lentitud calculada, y sigilosamente, Pierrino se aproximó un poco más hasta estar lo más cerca posible: a pesar de su figura esbelta; las patas del monstruo eran del mismo grosor que la rodilla de Pierrino; y la cabeza del animal, sin duda, sobre pasaba a la suya. Un líquido viscoso de color negro se escapaba de su boca resbalándose sobre sus grande y afilados colmillos. Aquella creatura maléfica, no era de este mundo, parecían los guardianas del mismísimo infierno. De pronto, el animal dormido se giró moviendo a su vez la fina cadena que lo ataba, despertándolo. Un enorme ojo blanco se abrió escrutando a Pierrino. El movimiento fue rápido, apenas Pierrino tuvo chance que quitar su brazo cerca de la jaula que el colmillo del animal atrapó la manga de la camisa de Pierrino. Del susto, Pierrino gritó, se echó para atrás, y salió corriendo hasta la salida del cuarto escondido a toda velocidad.
François estaba loco, estaba mutando perros en perros sin-almas, unas bestias terribles y maléficas hasta para su familia. Sin esperar a recuperar su aliento, volvió a subir hasta la biblioteca, y con la calma que logró encontrar, decidió que el otro cuadro tendría que dejarlo en las afueras del castillo, allá en la casa de madera adentro del bosque escondido donde su hermana y él jugaban cuando eran pequeños. Pero era obvio que el tiempo corría tendría que hacerlo después de la recepción.
Apresurándose, colgó el cuadro y con un paso decidido salió nuevamente hasta el aparcamiento pretextando un olvido cualquiera. De nuevo guardó el cuadro en el cofre, lo cerró y volvió a entrar.




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