Sin Almas 2 © Los Gaía

44. EL DESPERTAR

De nuevo en sus apartamentos, Henri se sentó sobre el borde de su inmensa cama. Su pecho le dolía, y el sufrimiento era sinónimo de su próxima muerte.  Abandonar ese mundo no lo angustiaba tanto como dejar a su imperio en manos de François. Su equivocación costó la vida de tantas personas, además de su propia familia que si no se movía rápido, su nieta iba a ser la siguiente.

Con pesar, pensó en todos esos años perdidos en alcanzar el éxito y la salvación de su pueblo que perdió lo más importante: el vivir. Su ceguera acabó hace unos días cuando bajo el periódico para observar por primera vez  a su nieta. En ella pudo entrever notas de esperanza escondidas, esperanzas sobre la vida, sobre su vida aquí en el castillo con él y Blanche; sus expectativas eran tan acogedoras y su de encajar en la familia tan poderosa que desarmó cualquier muro que él había erguido durante toda su vida. Pero su necedad y la adicción al poder le nublaron la vista. Cada día, las emociones de Valentina eran tan intensas y su confusión tan apremiante que no tuvo más remedio que abrir sus brazos para brindarle aquello que tanto necesitaba: esperanza y amor. Pero entonces ocurrió lo inexplicable, la mirada de su nieta se mezcló con la de su hija donde pudo reconocer la misma fuerza, la misma pasión e ilusión que su hija. Y al igual que su madre, él supo que su nieta creía más en la esperanza que en la oscuridad. Ahora, Henry lamentaba no haber protegido a su hija, por siempre hacerle creer que su fuerza y poder eran suficientes para derrumbar cualquier enemigo y obstáculo. Porque la genialidad de su hija, su originalidad y poder la mantuvieron en un mundo donde siempre habría un final feliz, una esperanza. Y con ese anhelo, durante todos esos años mantuvo la descabellada obsesión de controlarlo todo, porque nada podía salir mal. Y el resultado fue letal, y su vida acabó demasiado pronto, demasiado joven, consumido por la misma fuerza de su poder.

Salvar a su nieta era su única meta, la única forma de compensar el daño y por ello el mando de François iba a terminar pronto, para el bien de todos.
Con determinación ignoró el dolor lanzándole en su brazo izquierdo, el mareo, y la migraña. Cogió su bastón de cristal y se encaminó con penas para conversar con Julien, cuando de pronto, a mitad del camino, se acordó de la restricción por los jefes de los clanes: las personas con roles importantes dentro de la familia, le estaba prohibido. Debía encontrar la forma, la manera de derrotar a François sin levantar sospechas. Con una sonrisa, supo de inmediato con quién debía contactar. Con calma, se devolvió y se sentó en su escritorio, abrió la gaveta de madera marrón pulida y encerrada, sacó el paquete de hojas con sus iniciales HV, y con una pluma impregnada de una tinta especial  redactó su carta a mano, debía ser sencilla y directa. La leyó una vez más antes de ponerla en el sobre y sellarla con su anillo sobre la cera derretida.
Giró la perilla de la ventana más grande de su habitación y la abrió en grande. Justo en ese momento, su halcón se aterrizaba en el borde retractando sus plumas. Con cuidado, Henry tomó la pequeña mochila de cuero y la colocó sobre su mascota con la carta dentro.

—Tengo muchas esperanzas en ti —dijo mirando al animal en los ojos. El halcón inclinó su cabeza de lado atento a su maestro—, la carta es de suma importancia, el destino de nuestra familia está en tus alas ahora. Vuela, y vuelva pronto, mi amigo: buen viaje —le susurró, levantando su brazo para dejar ir a su majestuoso amigo. Volvió a cerrar la ventana con dificultad, su brazo le dolía cada vez más y su tiempo se estaba acabando. Con una mueca de dolor alcanzó su bastón de cristal cuya calavera parecía brillar más que de costumbre. Sin perder el tiempo preciado que le quedaba, se volvió hacia el corredor y se encaminó cogiendo hasta la habitación de Diana. De paso, miró la habitación de su querida difunta esposa y una vez más su corazón se encogió por la pena y los arrepentimientos. Tardó unos minutos y luego siguió con su camino, cuando su corazón deje de latir y que la muerte habrá tocado a su puerto, le sobrará tiempo para lamentarse. Por mientras, con el poco tiempo que tenía, debía obrar por el bien de todos en ese castillo.
De una mano temblorosa agarró el pasamano de mármol para subir hasta las habitaciones de su nieta. Subió cada escalón luchando contra las quejas de su cuerpo, y cuando su pie se pausó sobre el último peldaño el alivio fue tal que Henri ni siquiera se preocupó por los guardias cuidando las puertas al frente suyo. Sacó de su bolsillo izquierdo su pañuelo de seda blanca con sus iniciales y la cruz de la orden de los Hospitalarios, sin prestarles atención se secó el sudor de su frente y de sus sienes.

Los guardias al verlo se irguieron y cruzaron sus lanzas dejando muy claro a Henri que su presencia no era bienvenida. Con la respiración corta y apoyándose sobre su bastón cada vez más, Henri caminó hacia los guardias. Sin temor ni prisa, tocó las lanzas de plata con la cabeza de su bastón de cristal, y esperó. Enseguida un humo espeso y rojizo salió por la boca de la calavera inundando todo el vestíbulo de un brillo rojizo intenso propagándose a una velocidad deslumbrante hasta paralizar a los guardias como si fuesen muñecos de cera. Sin preocuparse más de la cuenta, Henri se agachó por debajo de las lanzas grabadas con el símbolo del imperio, abrió las puertas y entró en la habitación de su nieta.




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