Sin Almas 2 © Los Gaía

46. Los Inmortales

La estrategia del Círculo de la Amistad parecía dar resultados. Por fortuna Richard nunca adivinó el objetivo de la organización del grupo, y por suerte James siempre había tenido bien claro la meta y el destino del Círculo. Frente a la inminente destrucción de los humanos alguien debía compensar la devastación iniciada por su Orden. No era justo culpar a los mortales por todos los males del Planeta, y de ser así los inmortales también debían pagar el justo precio por haber sido humanos a su vez. La destrucción del Planeta era la culpa de todos, sin excepción; y la fe perdida en las personas era un vil y miserable pretexto para lucrar con sus vidas perdidas sacrificándolas para el “bien común”. La selección natural dejada a un lado por la selección escogida por los verdaderos planificadores de la suerte de la humanidad. Ser los únicos dueños de la longevidad y del Planeta era un tesoro invaluable, un tesoro cuyo poder valía la pena sacrificar a la mayoría de los seres vivientes, inclusive a los animales.
Los inmortales no tenían ningún remordimiento, porque según ellos, los humanos eran una raza indigna y frágil.  Durante mucho tiempo James albergó la esperanza que los humanos fuesen conscientes de sus alrededores, realizar por fin el propósito real de sus vidas desafiando el sistema. Un sistema escogido por los inmortales para los mortales sacándoles todo su dinero, su vida, y su propia esencia reduciéndolos a la nada. A ser nada, un simple número, el número del seguro social, el número de la fecha de nacimiento, de su cuenta bancaria, y el número de su fallecimiento sobre una lápida de cemento.
El tiempo transcurrió, la humanidad siguió con su simple patética vida planificado un cotidiano escogido para ellos. La clave del plan residía en hacerles creer que ellos elegían su destino, y su vida. Una vida planificada desde décadas antes de ser vividas, un verdadero juego de niños porque las personas era tan superficiales y tan deseosa de trabajar de por vida por caprichos innecesarios y costosos a costa del bienestar de su propia familia, una familia que por cierto pedía lo innecesario a cualquier precio:
salud por consumismo, tiempo por dinero, y amor por sexo.
Todo marchaba sobre ruedas para Richard,  pero con el paso del tiempo, poco a poco ciertas mentes despertaron, y personas comenzaron a pensar por sí mismas. Ese día la esperanza de James en la humanidad volvió a nacer, si esas pocas personas lúcidas otra vez lograban alzarse en contra del orden establecido entonces no todo estaba perdido. Para Richard y la orden esas personas eran una desgracia, una enfermedad que se debía de erradicar como si fuese un virus mortal para sus planes; la solución era simple: erradicar, marginalizar, destruir o controlar. Ese día, James supo entender la verdad, la Orden ya no trabajaba para proteger al Planeta de los humanos pero para destruir a la humanidad únicamente. Una idea brotó en su mente, la idea de crear al Círculo de la Amistad. La misión era obvia y tan natural que les pareció una obligación y un honor educar a sus hijos con ese legado: Adam, William, Ethan y Robert eran los cuatro jinetes destinados en liberar a la raza humana. Pero planificar, crear, y esperar siglos antes de ver su visión materializarse ante sus ojos en la vida real era casi embriagador, a no ser por el riesgo de una misión tan peligrosa.
Porque nadie quiere ser sacado de su zona de confort por más infértil, inútil y desnutrida que fuese su vida. Y la Orden no era ninguna excepción. Richard no era ninguna excepción y la codicia, el poder, la avaricia, y la prepotencia tuvieron razón sobre la justa causa albergada al inicio.
Los humanos consumían, y debían morir en manos de aquellos que producían el consumismo, un círculo vicioso, peligroso y desgarrador. Los valores se perdían, y el amor se volvía cada vez como una utopía porque la cruda verdad era que la sociedad, construida por ellos, no admitía un sentimiento tan profundo y frágil. Porque en la vida, el amor, era lo único por el cual el ser humano y los inmortales tendrían su salvación. El resto era simples datos, información destina a perderse con el paso del tiempo. Un tiempo que James quería alterar, modificar para cambiar el futuro.

 

Cuando James cruzó la puerta del castillo de Carcasona, Richard no estuvo para recibirlo, pero David estaba de pie, esperándolo.

―Se ve pálido ―dijo David estrechándole la mano.

―Largo viaje ―resumió James con cierta nota de sarcasmo.

―Richard me pidió enseñarle a nuestro prisionero, a lo mejor Usted conoce la identidad de nuestro tan deseable invitado ―anunció David con una media sonrisa.

―Entiendo ―dijo James impenetrable.

―Largo viaje, en efecto ―concluyó David con el ceño fruncido―. Si me permite lo guiaré a sus aposentos.

―No será necesario, David. Al punto quiere.

―Tenemos en la cárcel a un joven llamado Pierrino, lo encontramos cuando…

―Cuando nos atacaron ―interrumpió James tajante.

―Sí ―admitió David apenado.

James miró a David mientras caminaba por los senderos sinuosos de las calles pavimentada. Cuando por fin alcanzaron el calabozo, el guardia estaba dormido.

―¡Despierta! ―gritó David pegándole en la frente al guardia sin que ese hiciera ningún movimiento voluntario. Frunciendo el ceño, David abrió la puerta de la cárcel, y cuando entraron James y David se quedaron boquiabiertos.
Elevado en el aire Pierrino estaba sentado sobre su silla con las cuerdas sueltas alrededor de él. Sus ojos translucían un color parecido al mercurio líquido. Con cuidado James se aproximó.




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