La imagen en el espejo reflejaba una visión de una mujer angélica, delicada sensual y femenina. El vestido blanco y amarillo moldeaba mi figura como una segunda piel mientras mis zapatillas de encaje dorado me proporcionaban la comodidad y la elegancia natural. Me costaba creer ser esa visión, mi estado emocional cuya aura negra parecía no desteñir sobre mi perfecta y estudia apariencia. Mi mente prisionera de las imágenes, recuerdos llenos de sensaciones hostiles y felices bailaban en mi cabeza jugando con mis nervios. Todos me mintieron, todos me ocultaron la verdad, excepto François. Él era el único honesto y sensato dentro de mi propia locura, para bien o para mal, de su boca siempre escuché verdades. Él quería compartir su locura conmigo, pero mi amor dedicado a mi príncipe ya no tan encantador parecía ser imposible.
―Mi señorita ―exclamó una voz detrás de ella― su aspecto es tan, tan...
―Tan yo ―dije sonriendo.
―Iba a decir escandaloso ―dijo la señora con la boca apretada y las manos crispadas sobre su delantal―, esta noche, será la marcha fúnebre de sus abuelos, y el anuncio de su compromiso con el Patriarca; además se festejará esta noche el próximo solsticio de verano, y tenemos que cumplir cierta etiqueta.
―¡El qué! ―dije volteándome enojada, para enfrentar a la sirvienta― François querrás decir.
―Bueno él me pidió que se pusiera este vestido ―prosiguió la sirvienta enseñando un vestido morado casi negro.
―Dile a tu jefe que no compartimos los mismos gustos y que honraré lo que mi abuela me compró. Que si ese vestido es tanto de su gusto, puede sentirse libre de ponérsela. Díselo.
―Está bien señorita, ¿pero está usted segura?
―Sí, gracias por venir; si me buscan estaré en la biblioteca.
―Mis condolencias señorita.
―Gracias, pero llámeme Nina.
―Oh no mi señorita, Usted siempre será mí jefa.
―Entonces tenga por seguro tener sólo una.
―Entendido, mi señora.
―Vaya a descansar, y vuelve a buscarme en una hora.
―Sí, mi señora ―dijo de sirvienta al salir de la habitación con mucha discreción.
Me paré frente a la ventana, el desfile de autos para el funeral y la celebración de mi compromiso parece haber contagiado a toda la clase social alta al nivel mundial: banderas, limosinas, choferes, asistentes, personalidades, políticos; todos en un vaivén similar a una hormiguera bajo la sinfonía del vuelo del moscardón: un orden caótico.
La tensión en mis hombros aumentó, la perspectiva de tener que enfrentar a la masa con boquitas y champaña no me divertía en lo más mínimo, pero la posibilidad de encontrar posibles futuros aliados me incentivaba a no renunciar a ir. Mi unión con François era la más grande deshonra a mis principios y además con mi consentimiento. Tener a mis enemigos más cerca nunca había sido mi táctica favorita, por ello mi disgusto era palpable y mi conciencia luchaba a gritos en mi cabeza de no hacerlo.
Obrar con el mal para el bien parecía ahora más que nunca un arma de doble filo. Resignada me volví y caminé hacia la salida cuando distinguí un susurro sordo filtrarse por los rincones de mi habitación. Quieta, me concentré un poco más sin lograr descifrar el mensaje, hasta que mi nombre apenas murmurado entró en la repentina fría habitación. Hipnotizada, caminé por el pasadizo secreto y sin ninguna dificultad penetré en la biblioteca.
Mi sorpresa al ver a cada uno de los libros de la enorme biblioteca volar por la inmensa sala fue tan intensa que casi tropecé en la escalera de madera rojiza oscura. Sin entender lo que ocurría, bajé cada escalón mirando con grandes ojos los libros en el aire. Cuando la punta de mi zapatilla rozó el piso pulido y brillante, cada libro y cada página pararon en seco formando un camino sinuoso desde abajo hacia arriba, donde el techo parecía el fin de los tiempos.
Congelada, observé cada libro cuyos colores bien podrían ser un cuadro de arte. Esperar, ¿esperar qué? Despacio y con timidez toqué con las puntas de mis dedos el primer libro el cual bajo hasta mis pies seguidos por los otros en sintonía.
―Increíble, espero que no crean que me voy a subir hasta allá ―dije apuntando hacia el techo. Y como respuesta todos y cada uno de los libros brincaron juntos. Con una risa nerviosa, seguí con la mirada el camino.
Titubeando, coloqué mi pie izquierdo sobre el libro intentando mantener el equilibrio al poner todo mi peso sobre mi pie derecho firme en el piso.
El libro, quieto, esperó.
Apoyándome con la barra de madera, coloqué el otro pie, y para mi sorpresa el libro se sintió igual de firme que el mismo piso. Sin apostarlo todo todavía, solté con cuidado una mano de la barra y luego la otra intentando estabilizarme para no perder el equilibrio.
Ahora estaba de pie sobre el primer libro analizando si debía seguir o bajar. “Y si hubiera algo al final del camino” pensé, “¿Acaso no valdría la pena?” Y sin esperar más, caminé como una funámbula sobre cada tapa de libro en una montaña sinuosa hasta la cima. Mirar hacia abajo al llegar no fue una buena idea, desde donde estaba parecía que el piso estuviera a gigantescos metros de distancia y moviéndose debajo de mí. Mareada, me agaché con mucha precaución: mis rodillas y mis palmas estaban apoyadas sobre el borde de cuero dorado de la tapa verde del libro donde el título escrito con una escritura vieja y estilizada citaba a un autor francés.
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Editado: 09.12.2018