Sin-Almas 3 © Almas Eternas

CAPITULO 4

La mente en blanco, sentada en el mismo piso de madera de la sala, veo sin ver el sol desaparecer detrás de las pesadas nubes grises. En mis manos, mi celular me quema. Lo quiero llamar, pero no puedo. ¿Por qué? Con la mirada fija en la pantalla, rezo con fuerza para que Lucio me llame, ahora. Pero los números de los segundos y de los minutos pasan sin ninguna noticia. Los minutos se convierten en horas, y la lluvia comienza a salpicar las ventanas.

Por alguna extraña razón, presiento que Lucio se encuentra en el bosque... ahora mismo. “Prométeme que no iras al bosque, nunca.”

—¿Qué hay en el bosque, Lucio? ¿Por qué no quieres que vaya? 

Miro la pantalla y luego la lluvia caer sin cesar. Falta todavía una hora antes que el sol desaparezca. Una hora, es más que suficiente para ir allá y echar un vistazo. Decidida, me levanto y recojo mi abrigo con las llaves del auto.
En carreras, bajo las escaleras del edificio y corro hasta mi auto tapándome de la lluvia con mis manos. Apenas me siento detrás del volante, la fuerza de la lluvia se intensifica al punto de no alcanzar a ver el edificio al frente mío. Sin perder más tiempo, meto la llave en el contacto y arranco a toda prisa. 
En el camino, la desesperación me comprime el pecho. El presentimiento de esta mañana al despertar cobra una forma aterradora, y piso aún más el acelerador. Corro contra el tiempo, rezando al cielo por no llegar tarde.  
Por mientras, el camino se me hace eterno, las escobillas marchan a toda velocidad al mismo ritmo que mi corazón. La lluvia escurrida por el parabrisa me hipnotiza trayendo a mi memoria recuerdos felices con Lucio. Recuerdos, que ahora, daría mi vida para volver a vivirlos. En aquel tiempo, parecían ser momentos simples y tiernos. Tan simples como una caminata por el bosque, el roce de nuestras manos, una carrera sobre las hojas marchitas, y una crepa de chocolate para calentarnos. Su pulgar al limpiarme mi boca para luego chupárselo, su mano atrapándome para evitar que me caiga. La caligrafía de sus notas que complementan las mías. Su risa burlándose de mi torpeza. Su sonrisa al verme llegar en el parqueo del campus. Nuestra última excursión que yo misma programé en la que Lucio terminó cargándome la mitad del camino en su espalda, sin quejas. La competencia de natación en el lago en la que casi nos ahogó por apoyarme en él sin fuerzas. La borrachera de mi cumpleaños... Infinitos momentos, recuerdos en los que Lucio nunca me falló. Lucio siempre estuvo para mí, paciente, dedicado... 

—Y está vez me toca Lucio, solo espera, ya casi llego —digo en voz alta, al quitarme una lágrima con la palma de mi mano; antes de pasar la marcha y prepararme para la última curva. En ese preciso instante, sin poder creer lo que veo, mi pecho se hincha y me rio: el vehículo de Lucio está a unos metros del mío. 

De inmediato, me quito el cinturón de seguridad y me estaciono a la par. Salgo y doy la vuelta a su vehículo hasta llegar a la ventana del conductor. Tiritando de frío, golpeo el cristal varias veces. ¿Será que Lucio no está dentro? Con las dudas, vuelvo a golpearla. Segundos después, tengo que rendirme: Lucio no está en su auto. 
Decepcionada, me giro para enfrentar el bosque. Lucio nunca iría allá con ese clima. ¿Será que algo le pasó en la tarde? ¿Cuánto tiempo Lucio lleva allí? De mi abrigo, saco mi celular y lo llamó, de inmediato, percibo una luz parpadeando en el asiento trasero, y la voz de la contestadora activarse. De una vez, cuelgo. 

—¡¡Lucio!! —grito con fuerza. Es una idea estúpida lo sé, no hay forma que él me pueda escuchar desde aquí. ¿Por qué Lucio se estacionó aquí? Ni siquiera hay un sendero para acceder al bosque. Al frente, solo hay una cortina verde oscura. No hay forma que yo me meta allí dentro, sola.

Con prisa, decido dejar mi coche a la par, para que Lucio se dé cuenta de mi presencia; y con la ropa mojada y mis tenis llena de barro, recorro la distancia sobre la orilla del asfalto hasta dar por fin con la entrada del parque. Enseguida, escojo el sendero que me devuelve por donde estaba. Mi soplo es corto, mis piernas me pesan, y el frío me golpea mis piernas desnudas. Debí tomarme el tiempo de cambiarme antes de irme. Con ese short de andar y mi sudadera, el abrigo no alcanza aislarme del frío. “¿Y cuántas veces Lucio te dio su abrigo cuando tenías frío?” me regaña mi voz interna. 
De inmediato, paro de quejarme, y redoblo mis esfuerzos para alcanzar a Lucio. Sé que él está allí, puedo sentirlo. Corro sin prestar atención a mi pecho que se comprime, a mi respiración convirtiéndose en un peligroso pitido, tampoco al ardor de mis bronquios estresándose. Solo me enfoco en encontrarlo... vivo. 
Apenas llego al parque central, paro en seco. Allá, en medio de la cancha de cemento: un cuerpo. Ese cuerpo lleva exactamente la misma ropa que Lucio esta mañana: una sudadera negra con una capucha roja, unos vaqueros con huecos en las rodillas, y unos tenis blancos con los lazos apenas atados. 




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