Muy rara vez organizábamos una salida grupal, solo de hombres, entre compañeros de trabajo y, de todas esas raras veces, nunca participaba. Sus salidas comenzaban con una cena tranquila y, una vez que los que estaban en pareja se retiraban, el resto seguía la velada en un bar bebiendo e intentando lograr conquistas. Y los que no lograban una conquista no paraban de beber. Esa era la diversión. En plena primavera llegaron días de calor y noches agradables empujando a mis compañeros a organizar una salida para festejar el verano que se acercaba anunciando la época de vacaciones, como estudiantes pero con dinero en los bolsillos. Ellos insistían en que los acompañe y yo insistía aun más en que tenía un compromiso. Varios comenzaron a bromear adjudicándome alguna novia oculta que no dejaba que saliera a divertirme. Sus chistes no me hacían gracia pero no sabía qué responder; si decía que no tenía tal novia se pondrían insoportables conmigo para que fuera con ellos y así poder encontrarme "una novia", si decía que sí la tenía estaría mintiendo sobre algo que no quería mentir pero tampoco admitir en el trabajo. Solo me quedaba poner mi peor cara ante las bromas sin decir nada, luego sonreía por todo el ajetreo sin sentido. A veces, consecuencia de esas bromas, sonreía con pena pensando en cuánto me gustaría poder tener una salida decente con Julián. Pronto llegaría su cumpleaños y tenía grandes esperanzas de que pudiéramos hacer algo especial juntos, el único problema sería convencerlo. Tenía que tener paciencia y esperar el mejor momento para proponer mi idea.
***
El calor también afectó a mi familia que organizó un almuerzo donde muchos parientes vendrían de visita. El verano significaba viajes a casas en la playa o campo, distanciando a toda la familia por la temporada. Un almuerzo agotante ya que mis abuelos no dejaban de preguntarnos a Gabriel y a mí cuándo íbamos a casarnos. Como todos los abuelos, no sospechaban nada de mí y nadie les decía nada. Mi madre desde un extremo de la mesa trataba de salvar la situación.
—Son muy jóvenes para estar pensando en esas cosas.
—A su edad yo ya estaba casada y con dos hijos —respondía mi abuela con orgullo—. Y tu papá tenía dos años menos que yo.
—Esas eran otras épocas, abuela —interrumpía mi hermano—. Las personas se morían a los cuarenta, ¡ahora duran! —agregó señalándola como prueba de lo que quería decir.
Y aunque los abuelos no entendían el chiste, el resto sí pero a pocos les causaba gracia.
—Bueno, más tiempo para tener más hijos —seguía mi abuela creyendo que la conversación aún era seria.
Excepto por mi madre que intentaba desviar el tema y mi hermano que se hacía el gracioso, nadie más participaba, comían esperando que la charla pasara y desapareciera.
—A mí me gustaría casarme, abuela —afirmé de pronto, sintiéndome desafiante con mi familia.
Todas las miradas cayeron sobre mí, incluso la de mi hermano.
—¡Entonces solamente te falta la novia! —felicitó mi abuelo como si la falta de novia fuera algo menor y sencillo de resolver.
—No —contesté. Vi a mis padres palidecer en un extremo de la mesa—. Lo que me falta es el novio.
Aunque mis abuelos no parecían entender, el resto seguía mirándome con impresión. Para ellos no era ninguna novedad, el problema era que de esas cosas no se hablaban, mucho menos en un almuerzo. De fondo escuché a mi tía pedirle a mi prima de siete años que se fuera a jugar.
—No tiene por qué irse —remarqué tranquilo.
Gabriel ocultaba su rostro con las manos para que nadie lo viera reír.
—Lo que sucede, abuela y abuelo —miré a cada uno—, es que me gustan los hombres.
La expresión de ambos era de puro asombro pero mi abuelo habló enseguida.
—Como mi caddie.
Gabriel se levantó de la mesa y se retiró antes de soltar alguna carcajada. Mi abuelo volteó hacia mi abuela.
—Como Rubén del campo de golf —aclaró por si no entendía.
—¿Comemos postre? —preguntó mi madre con urgencia—. Dani —me llamó fuerte y claro para que dejara de hablar—, ve a buscar a tu hermano, por favor.
Pero su mirada decía algo así como: ve con tu hermano antes de que te mate. Así que me fui con Gabriel al patio y no paramos de reír en toda la tarde. En un momento nuestra pequeña prima se acercó a nosotros liderando el grupo de niños, conformado por ella y dos gemelos de cuatro años, como aventureros a escondidas del resto de la familia.
—¿Es verdad que te gustan los hombres? —preguntó con seriedad.
Mientras Gabriel seguía riéndose, me incliné hacia ella.
—Sí, es verdad.
Se dio vuelta y salió corriendo con los gemelos, riendo, repitiendo que era verdad.
***
Me entusiasmó la idea de contarle esa anécdota a Julián, esperando inspirarlo un poco y mostrarle que el mundo no se acababa si una familia se entera que un miembro de la misma es homosexual. Que todo lo malo que podría ocurrir estaba más en su cabeza que en la realidad. Quedó muy sorprendido cuando escuchó mi historia del fin de semana, hasta se permitió el lujo de reírse tanto como yo había reído, lo cual era bueno. Estábamos en una terraza de un Starbucks por insistencia mía, el lugar era demasiado concurrido para él pero me dio el gusto. Cuando paró de reír se relajó en el sillón y quedó pensativo sin darse cuenta. Lo observé queriendo adivinar sus pensamientos, deseando que se decidiera a rehacer su vida, no solo por mí, por él, que no tenía por qué vivir una vida que lo haría miserable, prestarse al sufrimiento negándose a sí mismo la felicidad. A pesar de mi ansiedad, hacía lo posible por respetar mi promesa de no hacer preguntas, incluso cuando en nuestros momentos más armoniosos, como ese, no podía comprender por qué no terminaba de una vez con esa vida falsa. Solamente podía guardar silencio y sentir pena.
Julián despertó de su ensueño y me dedicó una hermosa sonrisa.