Conseguir un nuevo trabajo no fue tan difícil como creí que sería. El centro de diagnóstico donde trabajé fue una referencia que llamaba la atención, aunque provocaba en quienes me entrevistaban mucha curiosidad por saber el motivo de mi renuncia. Empecé a trabajar en un hospital privado, de esos demasiado caros como para tener muchos pacientes. En realidad tomé una de las primeras propuestas que recibí movilizado una vez más por la esperanza de no andar tocando mucha gente enferma y me imaginé que en ese hospital estaría a salvo como lo estuve en el centro de diagnóstico. Fue raro comenzar de cero y de abajo, especialmente en un horario tan incómodo como el nocturno. Pero cuanto más rápido estuviera trabajando, más pronto podía dejar de fingir frente a mi familia que no había renunciado a mi trabajo anterior. Fue un poco difícil explicar que ese nuevo trabajo era una mejor elección que el centro de diagnóstico con el horario que tendría, todos me hacían notar sus sospechas de que no era mejor como intentaba hacerles creer. Gabriel, imposible de convencer, insistía en que le contara qué había sucedido pero nunca le dije nada, de vez en cuando trataba de atraparme con preguntas engañosas esperando que me expusiera y cada vez que fallaba se enojaba y dejaba de hablar.
Trabajaba de noche a disposición de emergencias de los internados o pacientes casuales que llegaban a la guardia. Mi experiencia laboral me permitía manejar con confianza los equipos pero no me había preparado para ver personas enfermas de gravedad, no era común que algún internado tuviera una emergencia pero cuando la había era terrible. En esos momentos me costaba disimular mi impresión como tampoco podía evitar desviar la mirada del paciente, afortunadamente, ante la emergencia nadie ponía atención a mis expresiones. A las personas que llegaban a la guardia me acostumbré enseguida, lo común era que no tuvieran nada. Y por ser de noche, eran escasas. Solían ser casos de caídas, golpes o situaciones que evitaban detallar. Entre los que trabajábamos de noche había una seña para avisarnos y estar atentos a los pacientes que fingían malestar para conseguir recetas de medicamentos, licencias para el trabajo o llamar la atención. El procedimiento con esas personas era nunca manifestar que no tenían nada ni dar a entender que podrían tener algo hasta que el jefe de guardia los veía para mandarlos a casa. Imaginé que las verdaderas emergencias terminaban en hospitales públicos, como sucedió conmigo.
El cambio fue duro. El ambiente de pocas personas y el silencio nocturno lo hacían difícil, nunca lograba acomodarme a ese extraño aislamiento que creaban. Insistía en decirme a mí mismo que por un tiempo sería lo mejor estar apartado del mundo, no meterme en problemas hasta que todo se calmara dentro de mí, hasta que dejara de pensar, dejara de sentir y dejara de extrañar. Cuando ya no me importara todo lo que viví saldría a buscar un ritmo de vida normal. Mientras tanto seguiría allí, bajo la luz artificial, en un hospital donde todo hacía eco en los pasillos, dentro de un gran silencio que me daba demasiado tiempo para reflexionar.
Y no podía dejar de reflexionar, muy pocas cosas me daban la oportunidad de distraerme. La mayoría de las noches parecían mucho más largas de lo que deberían ser, recordándome, con cada eterno minuto, por qué estaba allí. Pensaba en Santiago todo el tiempo, preocupado en que al final él podría haber salido perjudicado. No tenía manera de saber qué ocurrió después de mi renuncia, si los rumores se detuvieron, si él habría sospechado algo y cuestionado al personal, si de verdad permitieron que siga con su trabajo o si lo echaron porque era más fácil. A veces recibía sus mensajes en mi celular, preguntando cómo estaba o solo para saludar, buscando siempre una respuesta de mi parte, pero no contestaba. Sus mensajes me angustiaban porque no dejaban ver cuál era su situación, además de hacer que lo extrañara cada vez más. Me daban deseos de verlo para confirmar que estuviera bien pero eso sería un completo error. Sus mensajes llegaban de día mientras yo dormía por mi cambio de horario y después ya no volvía a conciliar el sueño, imaginándolo con su celular en la mano esperando mi respuesta. Nunca pude saber qué sentía por mí pero un presentimiento me decía que estaba triste y desolado por mi indiferencia. Con el tiempo los mensajes se hicieron menos frecuentes hasta que no recibí ninguno más. Los únicos recuerdos que me quedaron de Santiago fueron los mensajes que no borré y la cama que compartí con él, la cual no me daban deseos de reemplazar como me sucedió con Julián.
Gracias a eso, de a poco, me percaté de que el recuerdo de Julián dejaba de perturbarme. Me daba pena la relación que tuvimos pero no me sentía víctima o usado por él. Cuando pensaba en Julián me preguntaba si estaría conforme con la vida que escogió, tal vez podría llegar a ser feliz con un hijo, lo suficiente para mantenerse firme con la decisión que tomó. Aunque nunca podría entenderlo, el por qué de todo lo que hizo, sus promesas, sus lágrimas. Tampoco nunca podría saber qué tan sinceras fueron todas esas cosas pero cada vez importaba menos.
***
Con un par de meses Gabriel dejó de insistir en saber por qué cambié de trabajo, como si se hubiera olvidado del hecho. Como noté eso, también noté que me era muy difícil verlo por su trabajo, siempre decía que estaba ocupado. Al principio pensaba que era más difícil de coordinar con él por mi horario nocturno pero incluso fallaba en ir los fines de semana a casa de nuestros padres con excusas de trabajo que nadie creía. No tardé en sospechar que había una chica en medio de todo. Y sentí mucha envidia de que él pudiera solucionar su vida con tanta facilidad. Cuando logré hacer que lo admitiera insistió en que no era nada serio pero su inquietud ante el tema me hizo creer que, de alguna manera, pudo haber regresado con Ana. Aunque me lo negaba todo apuntaba a eso: no quería hablar de ella, decir quién era, mostrar alguna foto, mucho menos presentarla. La única explicación era Ana. Enseguida toda la envidia se me fue.