Traté de ignorar la charla con mi exjefe y seguir con mi vida como si la duda no me matara. No podía contactarlo, eso estaba decidido, solo podía esperar que dejara de importarme. Pero tenía demasiado tiempo de soledad en el trabajo para no dejar de pensar y preocuparme.
Todo comenzó con el celular que dejé olvidado haciendo que Julián y yo nos conociéramos. Cada vez estaba más seguro que todo fue parte del destino, que todo tenía un motivo. Cuando recordaba lo que viví con él me daba cuenta que fui inmaduro y demasiado inocente, lo que lloré y sufrí era consecuencia de ello. Pero ya no me sentía así, me sentía consciente, racional y más capaz de controlar mis emociones. Santiago era la prueba, porque no cedería a lo que sentía para buscarlo y volver a cometer errores que terminarían lastimándonos a ambos.
También aprendí la lección con el trabajo y nunca hablaba de mi vida con mis compañeros, sin importar cuánto preguntaran. Aunque tenía que reconocer que ellos eran más considerados y amables que mis compañeros del centro de diagnóstico. El trabajo nocturno era un mundo diferente. Los veía hablar todo el tiempo, porque hablar y comer era lo único que se podía hacer. Compartir la comida era prácticamente un ritual, la comida de uno era la comida de todos. Y hablaban sobre todo lo que la vida tuviera para ofrecer como tema de conversación, desde cosas insignificantes hasta de cosas personales, nadie tenía vergüenza ni tapujos ni criticaba. Se hacían grupos de intercambio de opiniones donde todos daban cátedra de su tema favorito y yo, reservado como era, no participaba, solo asentía a las palabras de los demás. A veces me daba la sensación de que éramos como prisioneros en una cárcel compartiendo la misma penuria, en ese caso, el trabajar de noche. Teníamos en común los inconvenientes que traía el horario: vivir mientras dormía el resto del mundo y dormir mientras la vida de las personas que nos rodeaban seguía su curso. Era solitario para todos por igual, ni siquiera se podía enviar un mensaje a otra persona porque ya todos dormían a esas horas. Las tareas eran ansiadas porque acortaban la noche y nos distraía de esos pensamientos.
Me habían dicho que nunca me acostumbraría al cambio de horario, que la sensación de insomnio no se iría en ningún momento. Y parecía verdad, volvía a mi casa cuando el sol salía con sueño pero al acostarme me era difícil dormir. Aunque mi habitación estuviera en completa oscuridad, el ruido de la calle, de los vecinos, de la ciudad misma, me molestaban muchísimo. Tomé la costumbre de poner en silencio mi celular para que mi sueño no se interrumpiera, ni siquiera lo ponía en vibrador para evitar el ruido, porque me era difícil conseguir un sueño profundo. Rescaté de una valija tapones para los oídos que alguna aerolínea me regaló en un viaje y eso me ayudaba mucho. Aún así, tenía días que me daba sueño en el trabajo pero lo solucionaba con una bebida energizante porque el café no hacía el milagro. Mis compañeros decían que la única esperanza era que alguien del turno diurno renunciara o lo echaran para poder tomar su horario. Pero a pesar de todos los inconvenientes del horario, no sentía ningún apuro por cambiar de trabajo.
***
Una noche tuvieron que ir a buscarme al comedor para que haga unas placas, la enfermera se tocó la frente con los dedos indicándome que el paciente no tenía nada. Los odiaba, a los que iban a fingir malestar porque no dejaban de hacer preguntas y cuestionar todo. Entré con una ficha en la mano que no me molesté en leer y me encontré con Santiago sentado en la camilla. Me quedé al lado de la puerta sin avanzar, incapaz de creer lo que ocurría. Miré de reojo la ficha y leí su nombre para confirmar que no estuviera alucinando.
—No... necesito ninguna radiografía. —Se veía muy nervioso.
Quise sonreír por el hecho de verlo, por el hecho de que estuviera ahí haciéndose el enfermo en una guardia. Pero sabía que debía mostrarme distante porque ese encuentro era peligroso para ambos... al menos para mí lo era.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Aún sostenía su ficha contra mí, intentando mostrarme tranquilo y seguro. Observaba que a él le fallaban esas cosas, se veía angustiado y verlo así me dificultaba actuar de forma indiferente.
—Nuestro jefe... el mío —se corrigió—, me dijo que te podía encontrar aquí.
Cómo me había encontrado no era lo importante y enseguida me di cuenta que también sería mejor evitar saber el por qué. Saberlo complicaría más las cosas.
—Es mejor que vuelvas a casa.
Me miraba con seriedad.
—Vine para decirte algo importante, no puedo irme sin hacerlo.
—Lo que sea, no vale la pena —insistí.
Se paró dejando la camilla pero no avanzó, se tomó su tiempo, como si no supiera qué decir o cómo decirlo.
—Santiago —hice énfasis en su nombre completo, adelantándome a lo que fuera a expresar—. Debe ser algo muy importante para que hagas todo esto. Pero no es bueno que estés aquí, ni para ti ni para mí. —Sentí una pena al decir eso último que no pude disimular.
—Eso no lo sabes.
Nuestras miradas se sostuvieron y bajé la mía en cuanto me percaté. Tenía que evitar cualquier cosa que pudiera alentarlo.
—Necesito que me dejes hablar, decir las cosas que nunca dije... yo... yo... —empezó a titubear.
Yo seguía con la ficha contra el pecho, con miedo de moverme de mi lugar, como una presa acorralada. Santiago, tan nervioso, tímido al momento de expresarse, era mi depredador porque lo que él dijera podría dolerme mucho. No quería escuchar de él las cosas que suponía, no quería confirmar ninguna sospecha.
—¿Qué vas a ganar diciendo lo que quieres decir? ¿Qué va a cambiar? —cuestioné rogando que esas preguntas lo hicieran recapacitar o lo desanimaran.
—Una oportunidad, puedo ganar una oportunidad —respondió sin duda.
Sus palabras trajeron a mi mente el momento en el que Julián me pedía una segunda oportunidad, mis errores y sus mentiras.