El aire escasea en mis pulmones. No importa cuantas bocanadas de el tome, mi interior pareciera colapsar. “Estás hiperventilando”, pienso. Sin embargo, no soy capaz de regular mi respiración agitada. Estoy cansada de correr, de escapar. Hambrienta, sucia.
El sonido de aquella multitud de pasos que se oyen alrededor de mi escondite es ensordecedor. Me van a atrapar, sé que será así. Sentada en el suelo, abrazándome las piernas mientras el frío de aquel recinto resulta ser mi único abrigo. Ya no sirve de nada llorar, ni pedir ayuda. No hay nadie que pueda acudir a mi rescate, estoy sola frente a este mundo devastado. ¿Por qué seguir empecinada a resistir algo que no tiene sentido alguno? La lucha está totalmente perdida y no hace falta que lo pregunte en voz alta para confirmarlo.
Las ventanas tapadas con tablas no aguantan mucho más cuando, una decena de brazos, comienzan a forcejear contra ellas destruyéndolas con rapidez. Lo mismo sucede con la puerta, esta cede ante los cuerpos sin vida que gruñen y caminan, hacia el rincón en donde estoy acurrucada, de la manera más torpe que existe. Puedo sentir el dolor en mi cuerpo al ser rasguñada, mordida, asesinada por el hambre voraz de aquellas criaturas inmundas cuando me atrapan. Lo último que puedo ver antes de perecer son los ojos blanquecinos de mis asesinos; mis familiares, amigos, vecinos, la sociedad misma.
—«Amor». —Escucho una voz nítida entre todos los gruñidos, pero no puedo responder.
La voz vuelve a llamarme y puedo sentir como mis labios son atrapados por una suavidad momentánea, eliminando casi por completo el dolor de mi cuerpo despedazado.
—«¿Amor? ¿Estás llorando?» —El susurro en mi oído me obliga a abrir los ojos con lentitud, pero no veo nada hasta que el cuerpo acostado a mi lado enciende la luz del velador junto a la cama y su rostro se ilumina. Sus ojos celestes brillan y en su expresión se nota algo de preocupación. Acerca una de sus manos hacia mi rostro para secar una de las tantas lágrimas que mojan mi mejilla. Últimamente es común que despierte llorando en las madrugadas tras un sueño tan feo.
—Perdón, tuve una pesadilla horrible —me disculpo con un hilo de voz antes de abultar los labios en un pequeño puchero. Uno de mis ojos se cierra al sentir las caricias que reparte en mi mejilla humedecida.
Abulta sus labios y acorta la distancia para dejar otro beso suave en mi boca. Me sonríe de lado, casi de manera imperceptible.
—«Tranquila. Estás aquí conmigo. No te va a pasar nada malo. Yo te cuido». —El calor que emana de su cuerpo y la tranquilidad con la que me habla me reconforta velozmente.
—¿Puedo dormir en tu pecho? —Nunca voy a entender por qué cuando estoy con él, el tono de mi voz cambia tanto. Sueno igual a una niña pequeña y mimosa.
Esa sonrisa. Dios, podría lograr cualquier cosa con esa maldita sonrisa hermosa que le sale tan natural. Asiente con un movimiento de cabeza, apaga la luz y se acomoda mejor entre las mantas y la almohada para dejarme un lugar. Ese rinconcito en el que me siento protegida, porque puedo escuchar el latido de su corazón y es tan relajante que puedo volver a respirar con calma. Me aferro a él en un abrazo que no solo incluye mis brazos, sino también mis piernas. Presa de mi agarre, deja un corto beso en la punta de mi nariz.
—«¿Mejor?» —susurra.
—Mucho mejor. —Inhalo profundo y el aroma de su perfume cala en lo profundo de mi ser. Cierro los ojos, extasiada. Tal vez, no hay un lugar en el mundo donde pueda sentirme completamente segura de los monstruos, sin embargo, es en el abrigo de sus brazos donde me siento capaz de seguir luchando por mi vida.