El timbre de la pastelería sonó a las siete en punto de la mañana. Sia, con una taza de café en mano, abrió la puerta con una sonrisa amable, sin imaginar que del otro lado estaría Enrique, impecablemente vestido con su traje gris y una caja de flores en las manos.
- “Buenos días”, dijo él, algo nervioso. “¿Es muy temprano para pasar?”, preguntó, había olvidado como comportarse en una relación, recién incipiente. Sia rió, sorprendida.
- “Para flores nunca es temprano. ¿Quieres pasar a desayunar? Binna todavía duerme, creo”, respondió Sia.
Enrique entró, mirando con atención el lugar. La pastelería aún olía a pan recién horneado, y el ambiente cálido lo envolvió por completo. Sia le sirvió una taza de café mientras ponía unos bizcochos en un platito.
Se sentaron a la mesa, frente a frente. El silencio no era incómodo, pero sí estaba cargado de algo que ninguno de los dos quería nombrar todavía.
- “¿Sabes?”, empezó Enrique, jugando con el borde de la taza. “No acostumbro hacer esto. Visitar a alguien tan temprano. Menos si no hay una razón estrictamente laboral”.
- “Y sin embargo estás aquí”, respondió Sia, con una sonrisa traviesa. Ambos rieron. La tensión se aflojó un poco.
- “Quería verte. Ayer que hablamos por teléfono, sentí que no era suficiente. Hay algo en ti, Sia. Algo que me cuesta ignorar; y tengo miedo a equivocarme y arruinarlo todo”, manifestó Enrique. Ella bajó la mirada. El rubor en sus mejillas no pasó desapercibido para Enrique.
- “Enrique, yo también siento algo; no sé como actuar, tengo miedo. No quiero hacerme ilusiones si esto es solo para un momento”, dijo Sia.
- “No lo es”, respondió él, tomando su mano sobre la mesa. “Y si me dejas, quiero demostrártelo. Quiero conocerte, pasar tiempo contigo”. Sia asintió, emocionada y nerviosa.
- “Entonces debemos tener nuestra primera cita oficial como novios. ¿Qué te parece una cena esta noche?”, preguntó Sia.
- “Me parece perfecto”, respondió Enrique.
Ambos sonrieron como adolescentes enamorados. Sin saberlo, en la habitación de arriba, Binna escuchaba parte de la conversación, sentada en su cama, con el corazón aun latiendo por lo ocurrido con Harry.
Horas más tarde, en la universidad, el ambiente parecía más hostil que de costumbre. Binna caminaba por los pasillos evitando el contacto visual con todos. Su mente estaba enredada: el beso con Harry, la manera en que él la había mirado, lo que había dicho antes de irse. Todo estaba grabado con fuego en su memoria.
Se metió en el aula esperando no cruzarse con él. Pero, por supuesto, Harry apareció. Tarde, como siempre. Con el cabello un poco revuelto y una expresión de sueño. Su mirada la buscó apenas entró, pero Binna fingió no verlo.
Él se sentó un par de filas atrás. Y durante toda la clase, ella sintió sus ojos clavados en su nuca.
Al final, cuando salía apurada, él la alcanzó en el pasillo.
- “Binna, espera”, dijo Harry. Ella se detuvo, pero no se giró.
- “¿Qué quieres, Harry?”, preguntó Binna.
- “Hablar. Lo de anoche, no puedo hacer como si no hubiera pasado nada”, manifestó Harry.
Binna respiró hondo y se dio la vuelta. Había frustración en su rostro, pero también vulnerabilidad.
- “¿Y qué fue exactamente lo que pasó? ¿Un impulso? ¿Un juego más para ti?”, cuestionó Binna. Harry frunció el ceño.
- “No fue un juego. Pero si lo ves así, está bien. Solo quería decirte que no me arrepiento”, dijo Harry, volviendo a poner su coraza de chico malo. Ella lo miró con más dureza de la que sentía.
- “Pues yo sí. No debimos. No está bien. No tenemos nada en común, Harry. Somos demasiado distintos”, expresó Binna.
Harry se acercó un paso, con la voz más baja, más íntima.
- “¿De verdad quieres fingir que no sentiste nada? Porque yo sí. Y no me voy a quedar cruzado de brazos mientras tú huyes de eso”, dijo Harry, mirándola de frente.
Binna tragó saliva. Quería odiarlo por su arrogancia, pero en el fondo, sabía que tenía razón.
- “No sé qué quiero, Harry. Solo, dame tiempo”, expresó Binna nerviosa. Él asintió, con una media sonrisa triste.
- “Te lo daré. Pero no me rendiré”, comentó Harry.
Binna lo vio alejarse, sintiendo que cada paso de él la alejaba de algo que, en el fondo, también anhelaba. Y sabía que huir no sería tan fácil como pensaba.
El reloj marcaba las siete y cuarto cuando Sia se vio por tercera vez en el espejo. No solía tardar tanto en arreglarse, pero esa noche no era una cualquiera. Enrique le había propuesto una cita formal como novios y, aunque se repetía que no debía emocionarse demasiado, había algo en su interior que palpitaba con fuerza.
Se había decidido por un vestido azul marino, sencillo pero elegante, con los hombros ligeramente descubiertos y una caída fluida hasta las rodillas. Se colocó unos pendientes de perlas que tenía guardados desde hacía años, un regalo de su madre cuando Binna era apenas una bebé; era un recuerdo aun más valioso porque su madre ya no estaba en este mundo.
- Te ves hermosa, mamá”, dijo Binna desde la puerta, recostada contra el marco, con una media sonrisa en los labios.
- “¿De verdad? ¿No es mucho?”, cuestionó Sia nerviosa.
- “No. Es perfecto. Y él va a pensar lo mismo, te lo aseguro”, respondió Binna con sinceridad. Sia caminó hacia su hija y la abrazó. No hizo falta decir nada más.
Enrique llegó quince minutos después, puntual como siempre. Vestía un saco gris claro, sin corbata, con la camisa abierta en el cuello. Traía en la mano una flor: una orquídea color rosa.
- “No es un ramo, pero es mi favorita”, explicó Enrique, algo nervioso. Sia la tomó con una sonrisa.
- “La mía también”, dijo Sia.
El restaurante estaba en una colina a las afueras de la ciudad, con vista al mar. No era ostentoso, sino más bien acogedor, con luz tenue, música suave y pocas mesas. Enrique había reservado una junto a la ventana, donde las luces lejanas del puerto titilaban como luciérnagas.
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Editado: 30.06.2025