Sin Galán, Tim

19. Una declaración de amor

La lluvia golpeaba con fuerza las ventanas del restaurante en el que Enrique había acordado una reunión de trabajo con Jessica. A simple vista, cualquiera pensaría que se trataba de una cena informal entre compañeros cercanos, pero la tensión era evidente. La cita no era casual. Enrique sabía que era hora de cortar por lo sano.

Jessica llegó puntual, enfundada en un vestido entallado color vino, de esos que solía usar para llamar su atención. Su sonrisa amplia y estudiada, como siempre, no lograba disimular la ansiedad en sus ojos.

- “Pediré un vino tinto, ¿te parece?”, preguntó Jessica, sentándose frente a él sin esperar una respuesta.

Enrique, impecablemente vestido con un traje gris oscuro y camisa azul, le sostuvo la mirada con una cortesía imperturbable.

- “No he venido a cenar, Jessica”, respondió Enrique.

La sonrisa de ella se desdibujó levemente.

- “¿No?”, dijo ella.
- “Necesito hablar contigo, sin rodeos”, expresó Enrique.

La camarera se acercó, pero Enrique levantó una mano y con un gesto amable, pero firme, la despidió. El ambiente, que hasta hacía unos segundos se prestaba a un encuentro elegante, se transformó en una sala de juicio silenciosa.

- “¿De qué se trata?”, preguntó Jessica, acomodando su postura con aire defensivo.
- “Has cruzado límites personales y profesionales que no voy a tolerar”, dijo Enrique, sin alzar la voz, pero con una firmeza que helaba el ambiente. Sé que tú filtraste los detalles del evento automotriz para hacer quedar mal a Sia. También sé que hablaste con proveedores para sabotear pedidos de la pastelería”, manifestó Enrique.

Jessica soltó una carcajada falsa.

- “¿Vas a creerle a esa mujer? ¡Por favor, Enrique! Ella te ha manipulado desde el primer momento. ¡Te quiere por tu dinero, no te das cuenta!”, expresó Jessica.
- “Ten cuidado, Jessica”, interrumpió él, aún sin alterarse. “Estás hablando de la mujer con la que pienso casarme”, agregó mirándola fijamente.

Las palabras cayeron como un trueno. Jessica se quedó boquiabierta durante un segundo, antes de que su rostro se crispara de furia.

- “¿¡Qué dijiste!?”, cuestionó Jessica.
- “Lo que escuchaste. Me he enamorado de Sia. Es una mujer fuerte, honesta y valiente. Todo lo que tú has dejado de ser desde hace mucho tiempo”, respondió Enrique.

Jessica se levantó de golpe, derribando su copa sin querer. Un leve chapoteo de vino manchó el mantel blanco.

- “¡Esto es ridículo! ¡Después de todos estos años trabajando contigo, confiando en ti, esperándote! ¡Te vas con una pastelera cualquiera!”, exclamó Jessica.

Varias miradas se giraron hacia su mesa. Enrique, sin inmutarse, se pasó la servilleta por la muñeca, donde una gota de vino había salpicado, y luego habló en tono bajo:

- “No te debo nada, Jessica. Eres una excelente profesional, pero convertiste tu puesto en una plataforma para acercarte a mí con intenciones que nunca compartí. No te animé. No te ilusioné. No confundas cordialidad con coqueteo”, expresó Enrique.
- “¡Mentira!”, gimió ella, sus ojos empañados de lágrimas. “Tú sabías lo que sentía, ¡y no hiciste nada!”.
- “Porque no era mi responsabilidad hacerlo. Te traté con respeto. No puedo controlar cómo te sentiste, pero sí puedo controlar lo que permito en mi vida. Y no voy a permitir más intrigas, sabotajes ni chantajes emocionales”, manifestó Enrique.

Jessica, jadeando, se aferró al respaldo de la silla como si necesitara sostenerse. El silencio entre ambos era tan tenso que dolía.

- “¿Y entonces qué? ¿Me vas a despedir?”, inquirió Jessica.

Enrique la miró por un instante, largo y penetrante.

- “No. Eso sería demasiado fácil para ti. He solicitado tu traslado al área internacional. Una oportunidad mejor pagada, con menos cercanía conmigo y más desafíos. Si decides no aceptarla, presentaré tu reemplazo la próxima semana”, explicó Enrique.
- “¡Esto es cruel!”, exclamó Jessica.
- “Esto es justo”, respondió Enrique, incorporándose con una elegancia impecable. “Lo verdaderamente cruel sería seguir permitiéndote hacer daño a los que quiero. Y ya no voy a hacerlo”.

Jessica lo observó marcharse, su figura alta y recta alejándose por entre las mesas, como si nada de lo que ella acabara de gritar hubiera tenido el más mínimo poder sobre él.

Cuando él salió, la lluvia cesaba. El cielo seguía gris, pero algo en el ambiente parecía más limpio, más claro.

Enrique tomó su móvil y marcó.

- “¿Hola, amor? ¿Estás libre este fin de semana?”, preguntó Enrique.

La voz de Sia, cálida al otro lado de la línea, fue todo lo que necesitó para sonreír.

- “Porque tengo algo que decirte” continuó él. “Algo importante. Y creo que ya no quiero esperar más”.

Porque tras la tormenta de Jessica, venía la calma, y quizás, el comienzo de una vida nueva.

Ese fin de semana se fueron de viaje. La cabaña estaba rodeada por una espesura de pinos, aislada del ruido del mundo. El lago cercano reflejaba el cielo pálido de la tarde, y la brisa fría traía consigo el aroma de la tierra húmeda y la madera. Sia se abrazó a sí misma al bajar del auto, maravillada por la calma del lugar.

- “¿Es tuya?”, preguntó con una sonrisa, girándose hacia Enrique.
- “Era de mis abuelos. Vengo aquí cuando necesito claridad. Pensé que ahora podríamos necesitarla juntos”, respondió él.

Sia lo observó en silencio. Había algo distinto en Enrique esa tarde. Su serenidad habitual estaba teñida de emoción contenida. Como si su alma estuviera a punto de desbordarse.

Entraron juntos a la cabaña. Todo era acogedor: la chimenea ya encendida, los sillones mullidos, una manta de lana sobre el respaldo y dos tazas humeantes esperándolos sobre la mesa de roble. Era evidente que él lo había preparado todo con esmero.

- “Esto parece sacado de una novela romántica”, dijo Sia, riendo mientras se quitaba la bufanda.

Enrique la miró, con ese brillo que sólo él tenía cuando la observaba: como si verla respirar ya fuera suficiente motivo para agradecerle a la vida.




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