Sin Galán, Tim

29. Los preparativos de la boda

La mañana siguiente comenzó con el sonido de una vieja canción de amor francesa en la pastelería. Sia, con el delantal cubriéndole el vestido claro, amasaba pan de almendras con una sonrisa que no podía ocultar. Binna la miraba desde la escalera, con una taza de café entre las manos, contemplando en silencio a esa mujer que, por primera vez en mucho tiempo, parecía verdaderamente ilusionada.

- “¿Hoy tenías la prueba del vestido, no?”, preguntó Binna finalmente, bajando los últimos escalones.
- “Sí, y Cristina va a venir conmigo. Me hizo prometer que no la haría esperar hasta el gran día”, contestó Sia, con un brillo casi infantil en los ojos. “¿Quieres venir también?”, preguntó.

Binna dudó. Iba a decir que sí, pero algo en su pecho se contrajo.

- “No sé… ¿no es como… tu momento?”, se excusó.

Sia se acercó, con las manos todavía llenas de harina, y le dio un beso en la frente.

- “Mi momento también es tuyo. Todo esto lo es”, dijo Sia.

Binna asintió con una sonrisa pequeña, pero algo dentro de ella aún se removía. Pensó en Harry, en las miradas en la universidad, en los murmullos que ahora eran más audibles que antes. Sí, ya no se escondían, pero eso no significaba que el mundo les diera la bienvenida.

En el showroom de vestidos, entre tules, espaldas descubiertas y brocados delicados, Sia se miraba en el espejo con la respiración contenida. Cristina, con su móvil en mano, sacaba fotos sin parar.

- “¡Este sí! No te atrevas a decir que no, porque es perfecto”, exclamó la hermana que no compartía la misma sangre, emocionada.
- “Es precioso…”, murmuró Sia, mirando su reflejo. No sé si debería estar tan emocionada, tengo cuarenta años. ¿Es ridículo?”, cuestionó.
- “¿Estás bromeando?”, dijo Cristina, bajando el celular. “¡Mereces esta boda más que nadie! A ti nadie te la regaló. La construiste con esfuerzo, cuidando de tu hija, saliendo adelante sola. No importa la edad, tienes derecho a la boda de tus sueños”, agregó.

Sia se le llenaron los ojos de lágrimas. Quiso responder, pero solo atinó a asentir, sosteniéndose el pecho con una mano para que la emoción no le aflojara el vestido.

Mientras tanto, en una tienda de trajes sobria del centro, Enrique se ajustaba el saco frente al espejo, con Harry a su lado.

- “¿Y esto te parece cómodo?”, preguntó el joven, con una mueca. “Porque yo me siento como en un funeral”, añadió.
- “Es un traje, Harry. No una prisión. Aprende a usarlo”, respondió Enrique, sonriendo.
- “¿Y estás nervioso?”, preguntó Harry, hace algunos meses atrás, no se imaginó hacer todo esto con su padre, Binna le había enseñado a ver la vida de manera diferente.

Enrique bajó los brazos y lo miró por el espejo.

- “No. Estoy feliz. Pero no dejo de pensar en cómo vamos a hacer para vivir todos juntos sin volvernos locos”, respondió Enrique.
- “No lo había dicho, pero me alegra que te cases con ella. Sia es distinta. Está bien contigo”, dijo Harry, serio.

Enrique lo miró con cierta sorpresa. Luego asintió.

- “Gracias, hijo”, comentó Enrique.

Fue la primera vez en mucho tiempo que Harry sintió el “hijo” sin peso, sin distancia.

- “Igual no pienso llamarte querido papi ni nada, ¿eh?”, dijo Harry.
- “Gracias por aclararlo”, rió Enrique.

Los días siguientes fueron una danza de detalles: centros de mesa, menú, flores, playlists, confirmaciones. Sia se dividía entre la pastelería, las decisiones de la boda y la casa. Binna la ayudaba donde podía, aunque por momentos se refugiaba en el mundo universitario o escapaba con Harry a paseos sin rumbo por la ciudad.

Pero cada noche, al volver, veía a su madre hablar por videollamada con Enrique, organizar la mudanza a la nueva casa, y una punzada de inseguridad le atravesaba el pecho.

¿Dónde encajaría ella en esa nueva dinámica? ¿Sería una carga? ¿Estaría invadiendo una historia que ya no era del todo suya?

Una noche, mientras Binna hacía como que estudiaba en su cuarto, Sia se asomó con una caja entre las manos.

- “Mira lo que encontré”, dijo Sia, abriéndola.

Dentro, había fotos viejas: de cuando Binna era bebé, de los cumpleaños, de la pastelería antes de tener el cartel pintado. Binna las miró con una sonrisa nostálgica.

- “¿Te acordás de esto?”, preguntó Sia, mostrando una imagen de ambas cubiertas de harina hasta las cejas.
- “Sí. Fue la vez que intenté hacer galletas y terminé incendiando el horno”, respondió Binna.
- “Casi”, rio Sia. “Pero fue una de las mejores tardes que tuvimos”.
- “¿Y por qué la guardaste?”, cuestionó Binna.
- “Porque quiero hacer un álbum para llevar a la boda. Para recordar que todo esto que estoy construyendo ahora, no sería posible sin lo que fuimos antes tú y yo”, respondió Sia.

Binna tragó saliva. Se acercó a abrazarla sin decir nada. Faltaban diez días para la boda. Y aunque las flores estaban encargadas, los trajes listos y la pastelería ya no daba abasto con los pedidos, algo invisible seguía latiendo debajo: una verdad que aún no habían dicho en voz alta, ni Sia ni Enrique. Todavía no habían hablado seriamente del día después. De vivir los cuatro juntos. Y de lo que pasaría cuando las viejas rutinas se encontraran con las nuevas promesas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.