La casa de Enrique no era solo grande, era imponente. Techos altos, ventanales que dejaban entrar la luz de la mañana, pisos brillantes y muebles elegantes, sin llegar a lo ostentoso.
Sia no estaba acostumbrada a tanto espacio ni a ese tipo de comodidad, pero lo que más la desconcertaba era ver a Binna caminando por ahí, tan callada, tan contenida.
Habían pasado apenas tres días desde que se mudaron, y aunque todos se esforzaban por mantener la armonía, la tensión estaba latente.
- “¿Dormiste bien?”, preguntó Sia mientras servía café en la cocina, vestida ya con su delantal de la pastelería.
- “Más o menos”, respondió Binna, evitando mirar a su madre a los ojos.
- “¿Peleaste con Harry?”, preguntó Sia.
- “No”, negó Sia rápidamente. “Es que, no estoy acostumbrada a dormir tan lejos tuyo. Y esta casa hace ruidos raros”, respondió Binna.
Sia le acarició el cabello y la besó en la frente.
- “Ya te vas a acostumbrar. Esta es tu casa ahora”, dijo Sia.
Binna asintió, pero había algo en sus ojos. Algo que Sia no supo cómo interpretar.
Mientras tanto, Enrique observaba desde el estudio las cámaras del pasillo. No lo hacía por desconfianza, sino por una mezcla extraña de cuidado y ansiedad. Ver a Binna recorrer la casa, a veces desorientada, le hacía recordar lo frágil que era aún esta nueva familia.
Harry bajó las escaleras con cara de dormido, el pelo revuelto y una camiseta demasiado grande.
- “Buen día”, dijo Harry sin entusiasmo.
Enrique le ofreció una taza de café.
- “¿Todo bien?”, preguntó Enrique.
Harry asintió, pero su gesto era distante.
- “Está raro esto. No es que me moleste, pero estar con mi papá y con la mamá de mi novia en la misma casa. No sé. A veces siento que tengo que pedir permiso hasta para respirar”, comentó Harry.
Enrique sonrió.
- “No hace falta que pidas permiso. Pero sí hace falta que aprendamos todos a respetar los espacios. Va a llevar tiempo”, dijo Enrique.
Harry tomó el café y se recostó en la barra.
- “Binna está rara también”, dijo Harry.
- “Es mucho cambio para todos”, comentó Enrique.
Harry no lo dijo en voz alta, pero la noche anterior, mientras estaban en su habitación, su habitación nueva, amplia, con un baño privado y un balcón al jardín, Binna se había apartado de él con una mezcla de deseo y culpa. No se lo había dicho, pero él lo sintió: tenía miedo. Miedo de avanzar, de dejar de ser “la niña de mamá”, miedo de lo que su cuerpo empezaba a experimentar sin que lo comprendiera del todo.
Esa noche, la cena fue extraña. Enrique y Sia intentaban mantener la conversación fluida. Harry comía en silencio, y Binna no dejaba de mirar su plato. Pero al final de la comida, Enrique propuso algo inesperado.
- “Propongo una regla para nuestra nueva convivencia”, dijo con una sonrisa amable, “una noche a la semana, todos en el living, sin teléfonos, sin pantallas. Solo nosotros. Juegos de mesa, películas viejas, o solo charlar. ¿Qué dicen?”, preguntó Enrique.
Sia asintió de inmediato.
- “Me encanta la idea”, dijo Sia.
Harry rodó los ojos, pero aceptó. Binna sonrió, por primera vez ese día.
- “Puede ser divertido...”, afirmó Binna.
Enrique los observó, con una satisfacción contenida. Sabía que esta convivencia no sería fácil. Pero también sabía que todo lo valioso requería tiempo, errores y paciencia. Y en esa casa, aunque sobrarán habitaciones, lo que de verdad querían construir, era una familia.
Al día siguiente, Sia cerró el lavavajillas con un suspiro. El aroma del café recién hecho se mezclaba con el perfume sutil de las flores que Enrique había traído temprano en la mañana. Todo parecía armonioso. Todo salvo la tensión que podía percibirse cuando Binna y Harry coincidían demasiado tiempo en la misma habitación sin decir palabra.
- “¿No crees que están demasiado callados últimamente?”, preguntó ella, sirviéndose una taza.
Enrique, que hojeaba el periódico digital en su tablet, levantó la vista.
- “¿Callados? ¿No es eso lo que cualquier padre sueña para adolescentes bajo el mismo techo?”, respondió Enrique.
Sia no rió.
- “No se trata de volumen. Es la forma en que se miran. Las ausencias que duran segundos, pero parecen más largas. Esa incomodidad dulce, como si el silencio entre ellos escondiera más de lo que queremos saber”, dijo Sia.
Enrique dejó la tablet a un lado y se acercó. Sia hablaba bajo, como si temiera que sus palabras pudieran cruzar las paredes y llegar al cuarto de al lado.
- No es fácil”, dijo Enrique. “Estamos aprendiendo a ser pareja mientras ellos aprenden a amarse. En la misma casa. Con nosotros cerca. Con todo lo que eso implica”.
- Y con todo lo que eso despierta, añadió Sia, suspirando. “Binna nunca vivió con un hombre antes. Nunca compartió su intimidad de esta manera. Y ahora, están tan cerca, que duele pensarlo”, manifestó Enrique.
- “Confiamos en ella. Y en él”, dijo Enrique con suavidad.
- “Sí. Pero también sé cómo es el primer amor. El deseo que no sabes controlar, la emoción que nubla el juicio. ¿Y si todo se acelera demasiado?”, preguntó Sia.
Enrique tomó su mano.
- “Entonces estaremos ahí. Para guiarlos. Para contenerlos si se equivocan”, respondió Enrique.
Sia asintió. Pero aun así, su corazón de madre no se apaciguaba.
Binna se había encerrado en su habitación. Estaba estudiando, o al menos eso intentaba. Su mente saltaba entre fórmulas matemáticas y la imagen de Harry sin remera, bajando por las escaleras con la toalla colgando de la cintura esa mañana. Trató de sacárselo de la cabeza, pero fue inútil.
Tocaron la puerta.
- “¿Puedo?”, preguntó Sia.
Binna guardó su cuaderno, un poco avergonzada de no haber hecho nada útil en la última hora.
- “Sí, pasa”, respondió Binna.
Sia se sentó a los pies de la cama.
- “¿Estás bien, hija?”, preguntó Sia.
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Editado: 30.06.2025