No hablaron en todo el camino de regreso. Harry conducía con la mirada fija en el frente, los nudillos blancos sobre el volante. Binna iba a su lado, con los ojos puestos en la ventana, sin despegarse del reflejo que mostraba un perfil endurecido por el dolor.
Al llegar a casa, Harry fue directo a su cuarto. Binna lo siguió sin pedir permiso. Cerró la puerta tras de sí, sin hacer ruido. Él estaba de pie, en el centro de la habitación, como si no supiera qué hacer con su cuerpo. Lo vio pasar una mano por el rostro y luego quedarse quieto, mirando el suelo.
- “No quiero hablar”, dijo Harry, sin mirarla.
Binna no respondió. Caminó hasta él, despacio, y lo abrazó por la espalda. Al principio, Harry no se movió. Pero al sentirla allí, pequeña y firme, algo en él cedió.
Giró sobre sí mismo y la envolvió con los brazos. Su rostro cayó sobre el cuello de Binna, y fue entonces cuando soltó el aire que llevaba conteniendo desde la tarde. No lloró, pero temblaba.
- “No entiendo por qué me duele”, murmuró Harry, con voz ahogada. “No debería doler. Me dejó. Me borró de su vida. No preguntó jamás. ¿Por qué siento este vacío como si aún me importara?”, se cuestionó.
Binna le acarició la nuca, bajando los dedos lentamente por su espalda. No le dio respuestas. Solo estuvo ahí, firme, conteniendo la herida que amenazaba con lastimarlo más.
- “Porque es tu madre”, susurró Binna finalmente. “Porque fuiste un niño que la esperó todos los días. Y ese niño aún está dentro de ti, preguntándose qué hizo mal”, agregó.
Harry se apartó un poco y la miró a los ojos. Su rostro, que solía esconderse tras ironías y chistes, estaba completamente expuesto.
- “Quiero odiarla. Pero una parte de mí…”, tragó saliva, como si le costara aceptar la idea. “Una parte de mí quiere que se quede. Que me mire, que diga que lo siente”.
- “¿Y qué vas a hacer si no lo hace?”, preguntó Binna. Él bajó la mirada.
- “No lo sé”, respondió Harry.
Binna lo tomó de la mano y lo llevó a la cama. Se sentaron juntos, las piernas entrelazadas. Lo miró con ternura, acariciando su rostro con la yema de los dedos.
- “No tienes que decidir ahora”, le dijo. “Pero lo que decidas, no lo vas a hacer solo”.
Harry la miró, y entonces sí, por fin, sus ojos se humedecieron. Se inclinó hacia ella y la besó, un beso sin urgencia, lleno de gratitud, miedo y ternura.
Cuando se separaron, apoyó su frente contra la de ella.
- “Gracias por venir hoy. No sé si habría podido sin ti”, dijo Harry.
Binna sonrió, rozando su nariz con la de él.
- “No iba a dejarte solo. No ahora”, manifestó Binna.
Se quedaron abrazados un largo rato, sin hablar, con los latidos marcando el silencio.
Por fuera, el mundo seguía girando. Por dentro, Harry empezaba a entender que sanar no era olvidar, ni negar lo que dolía. Sanar era esto: tener a alguien que no huye cuando el dolor se asoma.
En la noche, Sia recogía dos tazas vacías de la sala cuando Enrique apareció en el umbral de la cocina. No dijo nada. La observó un momento, y luego se acercó a ella.
- “¿Estás bien?”, preguntó Enrique con voz baja.
Ella dejó las tazas sobre la encimera con cuidado, como si temiera que un solo ruido pudiera romper lo poco que quedaba intacto.
- “Estoy…”, empezó, pero se detuvo. “No. No, no estoy bien”.
- “Yo tampoco”, dijo Enrique.
- “Diez años no son papel quemado. No puede venir ahora a desordenarlo todo y pretender que tiene derecho”, dijo Sia con firmeza.
Enrique la observó en silencio. Luego habló despacio, como el que camina sobre hielo fino.
- “Es su madre. No puedo cambiar eso. Pero también sé que Harry ya no es el mismo niño que dejó. Ella no lo conoce. Y él tampoco la necesita como ella cree”, dijo Enrique.
- “¿Y tú? ¿Tú la necesitas?”, preguntó Sia de pronto.
La pregunta cayó como una piedra entre ambos. No era una acusación, era una duda legítima. Pero tenía filo.
- “No”, dijo él sin vacilar. “No la necesito. Lo único que me preocupa es lo que pueda provocar en Harry. Pero a mí, ya no puede tocarme”.
Sia se cruzó de brazos. No por defensa, sino por contener algo más profundo.
- “A veces siento que hay una parte de ti que sigue allá atrás. No por amor a ella, sino por culpa. Por no haber podido proteger a Jimmy. Por no haber peleado más fuerte”, manifestó Sia.
- “Probablemente sí”, reconoció Enrique. “Pero no quiero vivir en ese lugar. Te lo dije cuando empezamos: contigo aprendí otra forma de estar. Más presente. Más libre”.
Ella lo miró, y por primera vez desde que Laura había irrumpido en sus vidas, sus ojos se suavizaron.
- “Entonces no me mires como si yo también pudiera irme”, susurró Sia. “Yo estoy aquí, Enrique. No por comodidad. No por lástima. Estoy porque te amo. Porque esta familia también es mía, aunque no tenga mi sangre”.
Enrique se acercó y le tomó el rostro con ambas manos.
- “No voy a perderte”, dijo Enrique. “Ni a ti, ni a lo que estamos construyendo”, afirmó Enrique.
Sia cerró los ojos, dejando que su frente se apoyara contra la de él. Por un instante, el mundo pareció detenerse ahí: entre dos cuerpos cansados, pero todavía capaces de sostenerse.
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Editado: 30.06.2025