Sin Galán, Tim

43. No necesito conocerte

Laura cerró la puerta del taxi con un golpe seco y se ajustó el abrigo sobre los hombros mientras caminaba hacia la cafetería de siempre. El interior del lugar olía a café fuerte y a repostería vieja, pero no le importó. Augusto ya estaba allí, como le había dicho en su último mensaje.

Estaba igual que siempre: elegante, engominado, con esa sonrisa encantadora que más de una vez había ocultado su cobardía. Laura se sentó frente a él sin siquiera quitarse los lentes de sol.

- “Llegas tarde”, dijo él, aunque no parecía molesto. “Pensé que habías cambiado de opinión”.
- “Jamás cambio de opinión cuando hay algo que ganar”, replicó ella, sacando un cigarrillo aunque no podía fumar allí.

Augusto entrelazó los dedos sobre la mesa y la observó con cautela.

- “¿Y qué exactamente crees que vas a ganar, Laura?”, preguntó él.
- “No me hagas perder el tiempo”, respondió ella, quitándose finalmente los lentes para dejar ver sus ojos gélidos. “Te dije que Sia está casada con Enrique, y que Binna está viviendo con Harry. ¿No ves la oportunidad?”

Augusto apoyó la espalda contra la silla. Tenía esa sonrisa, medio cínica, medio nerviosa.

- “¿Y tú qué ganas con esto? Porque claramente no te interesa recuperar a tu hijo”, cuestionó Augusto.
- “No soy una mujer emocional, Luis. No vine a llorar sobre lo que dejé atrás. Vine a asegurarme de que ese idiota de Enrique me dé lo que me corresponde. Él hizo fortuna mientras yo cargaba con el peso de su fracaso. Pero no estoy sola esta vez, ¿verdad?”, aseveró Laura.

Augusto bajó la mirada un momento. Su participación en este juego no era completamente voluntaria. Laura le había recordado que su abandono no solo lo hacía quedar como un infeliz ante su hija, sino que también podría arruinar sus actuales negocios si Sia decidía arrastrar el escándalo a los medios. Él tenía más que perder que Laura.

- “Binna sabe que la abandoné antes de nacer. No creo que esté interesada en verme”, murmuró.
- “¿Y? ¿Te vas a quedar mirando cómo Sia y su hija te borran de la historia?”, le espetó Laura con un tono venenoso. “¿No quieres limpiar tu imagen? ¿O prefieres que el único recuerdo que tengan de ti sea el de un cobarde?”.

Augusto respiró hondo. Sabía que no podía cambiar el pasado, pero Laura lo empujaba a actuar. Y en el fondo, había una parte de él, mínima, pero viva, que deseaba volver a tener algún tipo de control.

- “¿Qué propones?”, consultó Augusto.

Laura sonrió, esta vez con auténtica malicia.

- “Tú te acercas a Binna. Le hablas, le cuentas que estuviste mal, que eras joven, estúpido, que te dejaste manipular, lo que sea. Pero debes hacerlo con una historia creíble. En paralelo, yo seguiré presionando a Enrique. Un par de demandas, tal vez, por lo que me debe. Y si todo sale bien, tendremos a esos dos tambaleando. Tú consigues una hija agradecida. Y yo, lo que por derecho me corresponde”, expresó Laura.

Augusto no respondió de inmediato. Miró por la ventana. Afuera, el día estaba nublado, como si el cielo supiera que se estaba gestando algo oscuro. Él no era un hombre malvado, pero tampoco era inocente. Y Laura nunca hacía nada sin un objetivo calculado.

- “¿Y si Binna no quiere verme?”, preguntó él.
- “La verás igual. Ya encontraré la forma” dijo Laura, levantándose. “Sacó un billete arrugado del bolsillo y lo tiró sobre la mesa. Prepárate, Augusto. Esto recién comienza”.

Mientras ella salía, con pasos firmes y la cabeza en alto, Augusto se quedó mirando el café humeante frente a él. Sabía que estaba a punto de cruzar una línea de la que no habría retorno. Pero ya era tarde para arrepentimientos.

Al día siguiente, Binna salió de la universidad con los auriculares puestos, perdida en sus pensamientos. El clima estaba raro: ni frío ni cálido, una tarde opaca que no presagiaba nada especial. Caminaba hacia la estación de bus, distraída, cuando notó que alguien la miraba desde una esquina del parque.

No le dio importancia al principio. Gente curiosa siempre hay. Pero cuando volvió a mirar, el hombre seguía allí, de pie junto a una banca, con un abrigo oscuro y una expresión tensa. Algo en él le resultó vagamente familiar, aunque no podía identificar por qué.

Aceleró el paso.

- “Binna”, dijo el hombre, y su voz la detuvo como un ancla.

Se giró con el ceño fruncido. El hombre dio dos pasos hacia ella, inseguro, como si supiera que estaba invadiendo terreno minado.

- “¿Quién…?”, preguntó ella.

- “Soy… me llamo Augusto”, respondió él, tragando saliva. “No quiero incomodarte. Solo… quería verte”.

Binna sintió cómo el estómago se le encogía. Ese nombre lo había escuchado pocas veces, pero cada una con el mismo tono cargado de decepción. Su madre se lo había dicho: “Tu padre biológico nos dejó cuando supe que estaba embarazada. No volvió, nunca lo conociste. No vale la pena hablar de él”.

Augusto vio en sus ojos la confusión y la furia naciendo, lentamente, como una tormenta.

- “No quiero causarte dolor”, dijo Augusto. “Sé que fui un cobarde. Sé que no tengo derecho ni a mirarte. Pero Laura, ella me dijo que estabas aquí. Que eras mi hija. Y necesitaba…”.
- “¿Laura?”, interrumpió Binna, con la rabia empujándole el pecho. “¿Estás con ella?”.

Augusto dio un paso atrás, sorprendido por la intensidad de la pregunta.

- “Sí. Hace años… volvimos a vernos. Me contó todo”, respondió Augusto.

Binna dio un paso atrás también, pero no por miedo. Por necesidad de poner distancia.

- “¿Y ahora qué? ¿Viniste a hacer las paces? ¿A cumplir con el papel de padre después de veinte años?”, cuestionó ella. Su voz se quebró, pero no bajó el volumen. “¿Te das cuenta del daño que causaste?”

Augusto bajó la cabeza. No tenía respuestas. Solo excusas inútiles.

- “No quiero que me perdones. Solo… solo quería conocerte”, dijo Augusto.
- “No necesito conocerte. Ya sé todo lo que necesito saber: que cuando mi madre más te necesitaba, huiste”, expresó Binna.




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