Cuando Binna entró en la casa, no saludó como siempre. Cerró la puerta con cuidado, pero sus pasos eran pesados, y su mochila cayó al suelo del vestíbulo como si llevara piedras dentro. Sia levantó la vista desde la cocina y supo de inmediato que algo no estaba bien.
- “¿Qué pasó, mi amor?”, preguntó Sia.
Binna la miró por un segundo, y ese segundo fue suficiente. Sia se quitó el delantal y fue hacia ella.
- “Lo vi”, dijo Binna con un hilo de voz. “Vi a Augusto”, añadió.
El mundo pareció detenerse un instante. Sia se quedó quieta, sus manos suspendidas en el aire, como si necesitara que el tiempo confirmara que había oído bien.
- “¿Dónde?”, preguntó finalmente, suave pero firme.
- “Afuera, cerca de la universidad. Me habló. Dijo que Laura le contó dónde estaba. Que quería conocerme”, respondió Binna.
Sia apretó la mandíbula. No por miedo, sino por la indignación que le hervía bajo la piel.
- “¿Y qué hiciste?”, consultó Sia.
Binna la miró a los ojos.
- “Le dije que no necesitaba conocerlo. Que tú habías sido suficiente. Que sabía quién era por lo que había hecho, no por lo que intentaba decir ahora”, contestó Binna.
Sia sintió un nudo en la garganta. Caminó hasta su hija y la abrazó con fuerza, como si el pasado quisiera llevarse algo que le pertenecía.
- “Lo siento tanto, mi amor. Siento que hayas tenido que vivir esto”, manifestó Sia.
- “No tienes que sentirlo tú. Él fue quien desapareció”, dijo Binna, con la voz aún temblorosa. “Pero tenía que decírtelo. No quería que te enteraras por alguien más”.
- “Gracias por confiar en mí”, susurró Sia.
La abrazó más fuerte, como si esa sinceridad las blindara del veneno que traían Laura y Augusto.
- “¿Crees que va a seguir buscándome?”, preguntó Binna.
- “Probablemente sí. Pero no estás sola. Él puede haber sido tu padre biológico, pero no tiene ningún derecho sobre ti. Y no vamos a permitir que entre a esta familia como si nada hubiera pasado”, respondió Sia.
Binna asintió, y en sus ojos ya no había confusión, solo decisión.
Sia supo entonces que el regreso de Laura no solo había removido viejas heridas, también estaba abriendo la puerta a guerras que ni siquiera habían empezado.
La noche cayó como una manta densa sobre la casa. El silencio no era paz, era la respiración contenida de algo que se avecinaba. En la cocina, Sia preparaba café sin mirar lo que hacía. Sus manos se movían solas, pero su mente estaba lejos, reviviendo palabras, rostros, decisiones tomadas años atrás que hoy regresaban como un eco violento.
Enrique apareció en el umbral. Llevaba una camisa gris remangada, el ceño ligeramente fruncido. Sia no lo miró, pero él se acercó y apoyó una mano en su espalda.
- “Augusto, después de tantos años, apareció afuera de la universidad de mi hija”, dijo Sia, bajando la vista hacia la taza humeante.
- “Primero Laura y ahora él, es demasiada coincidencia”, expresó Enrique.
Sia dejó la taza sobre la mesa con un golpe seco, contenido.
- “Es una jugada. Laura nunca vino por Harry. Lo usó como excusa. Lo que quiere es desestabilizarnos, hacer daño. Y Augusto es parte de eso”, manifestó Sia.
- “¿Y si quiere acercarse legalmente? ¿Reclamar algo?”, preguntó Enrique, apoyándose contra la mesa.
Sia lo miró con los ojos firmes.
- “No tiene derecho. Nunca la reconoció. Nunca estuvo. Se largó cuando supo que estaba embarazada. No firmó ni un papel. Ni un mensaje en años. No existe en la vida de Binna, más allá del daño que hizo”, respondió Sia.
Enrique asintió lentamente.
- “Entonces si se atreve a mover algo, vamos a estar listos. Con abogados. Con pruebas. Con testigos. Lo que haga falta”, expresó Enrique.
- “No quiero que esto le robe la paz a Binna”, dijo Sia, bajando la voz. “No ahora que está empezando a ser feliz, que se está descubriendo. No después de todo lo que hemos luchado”.
Enrique se acercó, tomándola de las manos.
- “No va a pasar. Vamos a protegerla. Como equipo, como familia. No estás sola en esto, Sia. Esta vez nadie va a dejarte sola”, aseveró Enrique.
- “Gracias”, susurró Sia.
- “No me des las gracias. Es mi hija también. No de sangre, pero sí por elección”, dijo Enrique.
Las palabras cayeron entre ellos como un juramento.
Desde la puerta del pasillo, sin querer interrumpir, Binna los observó unos segundos antes de retroceder en silencio. Sonrió apenas. Sabía que vendrían tiempos difíciles, pero también sabía que ahora tenía una familia como soporte.
La cocina estaba impregnada de olores tibios: albahaca, ajo, un leve toque dulce de zanahoria cocida. Enrique revolvía una salsa en la olla, mientras Sia cortaba pan sobre una tabla de madera. Binna apareció en la puerta con el cabello aún húmedo por la ducha y un suéter de lana azul que se había robado del clóset de su madre semanas atrás.
- “¿Quién murió?”, preguntó en tono teatral, alzando una ceja. “¿Por qué tanto silencio?”.
Enrique sonrió sin volverse.
- “Estamos conspirando en tu contra”, dijo Enrique, señalando con la cuchara de madera. “Pero como llegaste antes de tiempo, tendrás que probar la salsa”.
Binna se acercó a la olla con expresión seria y tomó la cuchara que le ofrecía Enrique. Probó con cuidado.
- “Hmmm…”, hizo una pausa deliberada. “Puede pasar. Pero si mamá le pone una pizca más de sal, va a parecer que lo cocinó alguien que sí sabe”.
- “¡Oye!”, protestó Enrique, riendo. “Este risotto ha ganado premios en mi imaginación”.
- “¿Imaginación es el nombre del restaurante?”, dijo Binna, dejando la cuchara en el fregadero.
Sia se rió, tranquila. La escena era tan cotidiana, tan simple, que dolía un poco de tan perfecta.
- “Ven a ayudar”, le dijo a Binna, extendiéndole un bol con hojas de rúcula fresca.
Binna obedeció y se puso a lavar la verdura en el fregadero. El sol de la tarde entraba por la ventana, tiñendo de dorado la cerámica. Había algo cálido en esa casa que no venía de los muebles ni de las lámparas, sino de ellos. De cómo se miraban. De cómo sabían cuándo callar y cuándo decirlo todo sin decirlo.
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Editado: 30.06.2025