Sin Galán, Tim

53. Amar en la ausencia

La casa ya no era la misma. Desde que Harry se había ido, el silencio se sentía más nítido, más profundo. Pero en ese silencio también crecía algo nuevo, algo inesperado.

El embarazo no fue fácil. Sia tenía la presión alta, y los médicos recomendaron reposo parcial desde el cuarto mes. Cristina, su mejor amiga, fue un pilar constante. Se turnaba con Enrique para acompañarla a los controles, llevarle comida casera y leerle novelas románticas mientras Binna estaba en clases o trabajando en la pastelería, aunque tenían personal, había que mantener un adecuado control.

- "Parece que la vida decidió que te tocaba empezar de nuevo", decía Cristina, sonriendo. "Como si fueras mamá primeriza otra vez".

- "Me siento igual de vulnerable", admitía Sia. "Pero con más conciencia. Y rodeada de más amor".

El sexto mes fue complicado. Una madrugada, Sia comenzó con contracciones. Binna fue quien la llevó al hospital, mientras Enrique organizaba todo lo necesario desde casa.

Los médicos lograron frenarlas, pero fue el susto más grande desde que supieron del embarazo.

- "No podemos arriesgarnos más", dijo la doctora. Hay que pensar en adelantar el parto si vuelve a repetirse.

Binna no se despegó de su madre durante días. Janice y Miranda le ayudaron con los últimos trabajos. Cristina casi se mudó a la casa.

Y entonces, finalmente, en una mañana gris de fines de noviembre, el bebé decidió que ya era hora.

Se llamó Roa, y nació por cesárea programada a las 36 semanas. Saludable, pequeña, con un llanto potente y con la misma forma del rostro de Enrique.

Sia lloró apenas la vio. Enrique no pudo hablar durante minutos. Binna se quedó en silencio, sin despegarse de la incubadora mientras la trasladaban al cuarto.

- "Hola, hermanita", susurró Binna. "Te esperábamos. Aunque no sabíamos cuánto".

Roa se convirtió en el nuevo centro de gravedad de la casa. Su llanto marcaba los horarios. Sus risas comenzaban a llenar rincones que antes eran pura nostalgia.

Binna empezó a escribirle cartas a Harry. Algunas las enviaba, otras las guardaba en una caja de madera que había pertenecido a su abuela. Le contaba todo: los progresos de Roa, los chistes de Janice, los nuevos libros que leía. A veces escribía una línea y se quedaba mirando la hoja en blanco durante horas.

- "Sigo amándote igual que antes", escribió una noche. "Pero creo que ahora te amo más. Porque sé lo que se siente cuidar a alguien tan pequeño. Entiendo lo que debe haber sentido mamá. Y eso me acerca, aunque estés lejos".

Roa cumplió su primer mes dormida sobre el pecho de Sia, bajo una manta tejida por Cristina. La casa, que antes parecía demasiado grande, se había vuelto justa. Había pañales en los sillones, biberones esterilizados en la cocina, y una pequeña cuna portátil junto al escritorio de Enrique. Todo giraba en torno a Roa, incluso cuando no se daban cuenta.

Sia, más serena con cada semana, había aprendido a reconocer el llanto de hambre del de sueño. Aunque su cuerpo acusaba el paso del tiempo, su mirada brillaba como en sus veinte.

- "Nunca imaginé que volvería a despertarme cada tres horas ", murmuraba entre risas cansadas.

- "Y aún así, no cambiarías esto por nada", decía Cristina, ayudándola a acomodar el moisés en el sol de la tarde.

Enrique, por su parte, había tomado con fervor su rol de padre tardío. Roa lo reconocía al instante. Cuando él hablaba, ella giraba la cabeza. Cuando la alzaba, se calmaba.

- "Nunca me sentí tan vivo", le dijo a Sia una noche, mientras la acunaban juntos. "Esta casa está más llena que nunca. Y aún así, falta alguien", suspiró.

Binna se convirtió, sin querer, en una especie de segunda madre. Aprendió a preparar mamaderas, a cambiar pañales, a dormir a Roa caminando por el pasillo al ritmo de una canción suave. Muchas veces, lloraba en silencio mientras lo hacía.

- "¿No estarás exagerando tu rol?", le dijo Janice, medio en broma, una tarde que la encontró dándole la papilla a Roa.

- "Quizás. Pero me hace sentir cerca de algo que perdí", respondió Binna.

Miranda, que observaba desde la puerta, dijo algo que quedó flotando.

- 'O quizás te prepara para algo que volverá", dijo Miranda, guiñando un ojo.

Con los meses, Roa comenzó a gatear. Binna la filmaba y se lo mandaba a Harry. Él respondía siempre con audios largos, emocionados, donde describía los paisajes de Marruecos o los mercados ruidosos de Rabat, pero siempre terminaba con un “extraño todo” que hacía llorar a Binna en silencio.

Roa dijo “mamá” a los ocho meses, “papá” al mes siguiente, y “Bia” al décimo. Binna lloró ese día. Fue un sonido suave, dulce, como si el bebé le dijera que su presencia no era invisible.

Escribió a Harry esa noche: “Roa te reconocería. No tengo dudas. Te nombra sin conocerte. Y yo te recuerdo en cada gesto que le enseño.”

Harry respondió con una foto desde Lisboa. Sonreía con un grupo de colegas, pero sus ojos buscaban algo más allá del lente.

“Estoy contando los días. No por volver. Por volver a ti.”

Y así pasó el primer año.

Roa creció. Sia recuperó su fuerza. Enrique se volvió un padre aún más protector. Y Binna, ella maduró. Ya no era la joven que solo soñaba con el amor perfecto. Ahora sabía lo que implicaba amar en la ausencia, sostener en la espera y crecer en el silencio.




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