Sin Galán, Tim

57. Nos vamos a casar

La tarde caía sobre la ciudad con una tibieza serena. Las luces comenzaban a encenderse, una a una, como luciérnagas tímidas. Harry y Binna caminaban por el sendero de piedras que bordeaba el lago donde solían ir cuando salían de la universidad, huyendo de todos. No había nadie más. Solo ellos, el reflejo del cielo sobre el agua, y el sonido del viento entre los árboles.

- “No pensé que recordaras este lugar”, dijo Binna, sonriendo con nostalgia.
- “Lo recordaba demasiado bien”, respondió Harry. “En mi mente siempre lo asocié contigo, tenías miedo del que dirán de la gente y yo solo tenía ojos para ti; mi rebeldía acabó el día que tu apareciste en mi vida”.

Ella se detuvo. Sus ojos buscaron los de él, y por un instante no fueron los jóvenes de antes, sino dos adultos que habían atravesado demasiado para seguir llamándolo simple amor.

- “¿Tienes idea de cuántas veces soñé con este momento?”, dijo ella, apenas en un susurro.
- “Yo también”, respondió Harry, y dio un paso hacia ella. “Pero ahora no quiero soñarlo más”.

El beso fue lento, lleno de todo lo no dicho. No había urgencia, solo deseo contenido, reconocimiento mutuo, reencuentro. Cuando se separaron, Binna le acarició el rostro con una ternura casi reverente.

- “Quédate conmigo esta noche”, dijo ella, sin rodeos. “El departamento arriba de la pastelería, ahora es mi estudio”, añadió.

Harry no respondió con palabras. Tomó su mano y la entrelazó con la suya, y juntos caminaron con destino al departamento que fue el testigo de su primer beso. Cuando Binna llamó a su madre, para indicarle que no iría a casa, Sia no hizo preguntas, podía intuirlo, y estaba bien, ellos se amaban.

El silencio los envolvía mientras cerraban la puerta. Binna dejó las llaves en la mesa, Harry colgó su chaqueta. No hacía falta hablar. La conexión entre ellos era tan palpable que cada paso, cada roce de mirada, decía más que cualquier palabra.

Harry la abrazó desde atrás, apoyando el mentón en su hombro. Binna cerró los ojos, respiró hondo.

- “No quiero que esto sea un paréntesis”, dijo ella, apenas audible.
- “No lo es”, respondió él, besándole el cuello con suavidad. “Es el principio de todo”.

Cuando se dieron vuelta para enfrentarse, los besos se intensificaron. No había torpeza, como las primeras veces, pero sí emoción. Se exploraban como si necesitaran confirmarse mutuamente que estaban realmente ahí. Las manos se buscaron, se aferraron, se soltaron solo para volver a encontrarse. Se amaron despacio, con la calma de quienes ya no temen perderse, con la pasión de quienes han esperado demasiado.

Después, desnudos entre las sábanas revueltas, Binna dibujaba círculos con los dedos sobre el pecho de Harry.

- “¿Cómo supiste que seguías enamorado de mí?”, preguntó ella en voz baja.

Harry sonrió.

- “Nunca dejé de estarlo. Lo que sentía por ti no se fue. Solo se hizo más fuerte mientras te extrañaba”, dijo Harry.

Binna lo miró y asintió, con una lágrima que no era de tristeza, sino de alivio.

- “Entonces no tengo miedo del futuro”, expresó Binna.
- “Yo tampoco”, dijo él, besándola en la frente.

Y se quedaron abrazados, escuchando cómo la ciudad dormía. Afuera todo seguía igual. Pero en ese cuarto, en ese abrazo, el mundo acababa de comenzar otra vez.

Era una mañana de domingo. La luz entraba filtrada por las cortinas de lino, y Binna todavía tenía la cabeza apoyada en el pecho de Harry, escuchando su respiración tranquila. Lo miró dormir un instante más, sintiendo que todo, después de tanto, finalmente estaba en su lugar.

Cuando él abrió los ojos y la vio, sonrió.

- “¿Qué haces mirándome así?”, preguntó Harry.
- “Estaba pensando”, respondió ella. “En lo simple que es esto y lo difícil que fue llegar hasta acá”.

Harry alzó una ceja, juguetón.

- “¿Estabas pensando cosas profundas o estás tratando de decirme que me levante a preparar el desayuno?”, cuestionó Harry.

Binna rió, se incorporó y, con esa misma sonrisa, dijo: “Quiero casarme contigo”.

El silencio fue inmediato, pero no incómodo. Harry se sentó despacio, con los ojos fijos en ella. No parecía sorprendido. Más bien, conmovido.

- “Yo también”, dijo Harry. “Desde hace tiempo. Pero quería que lo dijeras tú primero; sabes que soy torpe, no quería arruinarlo”.

Se abrazaron como si acabaran de hacer un pacto secreto, pero no había secretos entre ellos. Esa misma tarde, decidieron contárselo a sus familias.

Sia los recibió en la galería con su hija pequeña jugando a sus pies. Al ver sus miradas cómplices, los abrazos, los gestos, lo supo antes de que lo dijeran.

- “¿Qué están tramando ustedes dos?”, preguntó Sia, cruzándose de brazos con una sonrisa traviesa.

Binna se mordió el labio, nerviosa, pero feliz.

- “Nos vamos a casar, mamá”, dijo Binna.

Sia se quedó inmóvil por un segundo. Luego, sin poder evitarlo, las lágrimas brotaron.

- “No me digan que me voy a tener que poner un vestido elegante… “, bromeó entre sollozos.

Enrique, que acababa de llegar con jugo para todos, escuchó la frase y arqueó una ceja.

- “¿Casamiento? ¿Ya están seguros?”, preguntó Enrique.

Harry asintió.

- “Lo hemos estado desde hace años, pero éramos tan jóvenes, ahora ya no hay nada que nos detenga”, manifestó Harry.

Enrique se acercó, le dio una palmada en el hombro a Harry y un beso en la cabeza a Binna.

- “Entonces no puedo estar más orgulloso”, dijo Enrique.

La pequeña hija de Sia, ajena a todo, se acercó con un juguete en la mano, elevando los brazos, hacia su hermana.

- “¿Tú también vienes a la boda?”, le preguntó Binna, abrazándola.
- “¡Sí!”, gritó feliz, sin saber del todo de qué hablaban.

Esa noche, Binna les escribió a Janice y a Miranda. No podía imaginar ese día sin ellas. El mensaje era breve pero claro: “Chicas… ¡me caso! Y las quiero a mi lado. Necesito a mis testigos, mis cómplices, mis hermanas del alma.”




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