—Kataleya, ¿hija, estás segura de que quieres irte? —me pregunta por décima vez Karla de Domínguez, mi única tía, hermana de mi madre fallecida. Mi tía Karla es de contextura delgada, estatura baja, piel morena —como todas las mujeres de la familia—, ojos cafés y rasgos no tan definidos como los míos o los de mi madre.
—No, tía. Si tengo que ir, tengo que saber qué quiere mi padre. Ya cumplí con la última voluntad de mi madre: estuve un año aquí en Venezuela contigo. —Esa fue su última voluntad antes de morir por cáncer de páncreas—. Así que ya está hecho, tía.
Mi tía suspira y camina de un lado al otro. Sabe que no voy a cambiar de opinión. Cuando me propongo algo, lo hago, sin importar lo que me digan. Lo sabe. No va a seguir insistiendo.
—¿Y qué va a pasar con Emmanuel? —me pregunta sin mirarme, mientras termino de empacar mi maleta—. ¿Lo dejarás así como si nada? ¿Sigue siendo tu novio?
—Emmanuel y yo somos novios, y lo seguiremos siendo —le dejo claro, volteando para mirarla de frente—. Él también se va a Nueva York en dos semanas.
—¿Y yo? ¿Qué hay de mí? ¿Me vas a dejar aquí y no volverás, igual que lo hizo tu madre? —me pregunta con lágrimas en las mejillas. Sé a qué se refiere. Mi madre, después de casarse con mi padre, nunca volvió aquí, y creo que por eso quiso que yo lo hiciera. Sé que está sensible, todas lo estamos por su muerte. Yo también lo estoy, carajo. Pero eso no significa que no me moleste cómo lo dijo.
—No sé por qué mi madre no volvió después de casarse con mi padre. Tendría sus razones, pero se las llevó a la tumba. Yo sí volveré. Te llamaré. Estaré pendiente de ti. No me olvidaré de ti —dejo claro, sin titubear. Me sorprendo a mí misma; es la primera vez que hablo de mi madre sin llorar.
—¿Me lo prometes? —me pregunta, limpiándose las mejillas. En ese momento no parece una mujer de 45 años con dos hijos, sino una niña de cinco.
—Te lo prometo, tía —le digo, acercándome para abrazarla. Me devuelve el abrazo de inmediato, apoyando su cara mojada por las lágrimas en mi cuello.
Toc toc. Suena mi puerta. Levanto la mirada y veo a mi prima, mejor amiga y hermana: Kamila Domínguez. Piel morena, un poco más clara que su madre, ojos del mismo color, delgada, casi de mi estatura. Está vestida con un pantalón holgado negro que resalta su cintura y una crop top color crema.
—Kata, ya tenemos que irnos. Tu vuelo sale en una hora y sabes cómo se pone el tráfico a esta hora —me dice. A diferencia de su madre, ella sí está de acuerdo con mi decisión. Siempre está de acuerdo con lo que decido. Nos conocemos desde bebés. Tenemos la misma edad, solo que ella es unos meses mayor. Mi tía siempre la llevaba a casa de mis padres para que jugara conmigo. Desde los seis años venía una semana al mes. A los ocho, se mudó a mi casa. Estudiamos juntas. Desde entonces, nos volvimos inseparables.
—Gracias, Kami —suelto a mi tía y tomo mis dos maletas.
Asiente y se va. Ella insistió en venir conmigo, pero me negué. Si ya de por sí es duro para mi tía que yo me vaya, que Kami también lo hiciera sería mucho peor.
Salgo de mi habitación. Mi tía me sigue. Bajamos las escaleras y miro el retrato con la cara que más extraño. Daría mi vida entera por verla otra vez, por haber estado más pendiente de ella. Yo pude salvarla, pero no lo hice. Fui una maldita narcisista y egocéntrica. No me di cuenta de que detrás de cada sonrisa que me daba, había dolor. No noté sus malestares, sus síntomas, nada, porque solo podía pensar en mí.
Un apretón en el hombro. No necesito darme la vuelta para saber quién es. El tamaño es muy grande y pesado para ser el de mi tía: es Kilian Domínguez, mi primo. Es de mi altura y solo tiene 16 años, mientras yo tengo 20. A diferencia de mi tía y Kami, él es blanco, como su padre. Cabello café, ojos iguales a los de su madre y su hermana. Noto que me quedé quieta en la escalera, mirando el retrato de mi madre sonriendo, y que mis mejillas están mojadas por lágrimas que no sabía que salían. Las limpio, suspiro y sigo bajando.
Me encuentro con Joha Peralta, una de las amigas más cercanas de mi tía. Albina, ojos cafés muy claros, cara cubierta de pecas, flaca y un poco más voluminosa que Kamila. Cabello lacio y corto; como dicen aquí, tiene el corte de Dora la exploradora. Joha es modelo. Viste un vestido azul cielo ajustado en la cintura y suelto desde las rodillas, sandalias doradas atadas hasta ahí.
A su lado está mi novio, Emmanuel Clair. El amor de mi vida, uno de mis mayores pilares. Lo conocí cuando llegué aquí. Estuvo para mí después de la muerte de mi madre, como amigo, sin siquiera conocerme. Eso es una de las cosas que más amo de él: su empatía. Fuimos amigos tres meses (y muchos dirán que es muy poco para conocernos, pero conectamos de manera instantánea; ni yo sé cómo explicarlo). Salimos dos meses, y luego nos hicimos novios. A nadie le sorprendió, todos lo esperaban. Claro que su físico también me gusta. Es más alto que yo, piel clara, ojos de color marrón claritos(mi color favorito desde que lo ví),cabello negro (como todos los que me han gustado, creo que es un fetiche mío: los castaños no me llaman la atención y los rubios me parecen estúpidos). Cuerpo definido, sin tatuajes. Me sonríe con ese tipo de sonrisa que derrite como si fueras chocolate. Camina hacia mí y me estrecha entre sus brazos. Le devuelvo el abrazo, deleitándome con su olor: el que más me ha gustado, aunque suene raro.
—¿Lista, cariño? —me pregunta, después de dejarme un beso en los labios.
Solo asiento, con una sonrisa.
—Bueno, no olvides que en dos semanas estaré contigo otra vez. Así que no te desanimes, ¿sí? —me dice, tocando mi mejilla. Solo vuelvo a asentir.
Joha también me saluda con un abrazo. Me dice que me va a extrañar. Me ayudan con las maletas. Emmanuel va al volante, yo de copiloto. Kami y Joha van atrás. Mis tíos y mi primo no vienen; le pedí a mi tía que no me acompañara porque sabía cómo se iba a poner. Mi tío está en un viaje de negocios, y la verdad no soy tan cercana a mi primo.
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Editado: 04.09.2025