Sin Leer El Contrato.

Capítulo(4)

Cuando son las 7:30 de la noche, ya estoy lista para cenar con el señor Valemont.

Mi esposo. Qué extraño se siente llamarlo así —pensé.

Me doy un último repaso frente al espejo. El resultado me encanta. Llevo un vestido azul satinado profundo, con un acabado brillante que refleja la luz de forma elegante y sofisticada. Es largo, de corte asimétrico, con una abertura en la pierna izquierda que añade un toque sensual y moderno. Me resalta la cintura de reloj. El escote en forma de corazón, ajustado al cuerpo, está adornado con pedrería brillante que enmarca el busto de manera refinada. Deja los hombros al descubierto, con bandas de tela que envuelven los brazos, y pliegues estratégicos que forman un drapeado favorecedor. Lo combino con tacones de punta fina negros. No llevo maquillaje, solo un poco de gloss.

Tomo mi cartera, me pongo el abrigo Chanel negro y salgo a esperar el taxi. No tarda mucho en llegar. El tráfico nos retrasa unos 30 minutos, las calles están activas como siempre en Nueva York. Miro por la ventana: la gente camina, ríe, come, parejas tomadas de las manos… y me empiezo a sentir mal por mi novio. Hablamos hace rato y ni siquiera pude mirarlo a los ojos. Me sentí egoísta y avergonzada por no decirle la verdad. Le dije que estaba cansada, que me acostaría a dormir y que hablaríamos luego. Le dije que lo amo con todo mi corazón. ¿Lo peor? Tampoco se lo he dicho a Kami. Me llamó apenas me vio, me preguntó qué diablos me pasaba, que si teníamos que matar a alguien. Intenté reír, pero sonó más a socorro. Insistió un rato, pero al ver que no cedía, dejó de presionar. Allam me volvió a escribió, pero hablamos poco. Está trabajando como administrador en la empresa de su padre.

Ni me doy cuenta cuando llegamos, hasta que el taxista me lo indica. Bajo y empiezo a detallar el lugar. Nunca había estado, pero sí lo había oído. Mi madre era humilde, solíamos ir a sitios clandestinos. Este edificio tiene una fachada clásica de ladrillo rojo, con grandes ventanales que revelan la calidez del interior. La entrada es discreta pero imponente, una puerta de esquina que parece llevarte a un lugar reservado solo para quienes “saben”. En la misma estructura está el Tribeca Film Center, dándole un aire artístico. Me encanta.

Ya dentro, me retiran el brigo. El espacio tiene paredes de ladrillo expuesto, pisos de mosaico antiguo y tuberías visibles, todo en un estilo industrial chic. Una barra de caoba majestuosa se impone en el centro, traída desde el legendario restaurante Maxwell’s Plum. Las lámparas de vitrales diseñadas por David Rockwell cuelgan del techo, creando una iluminación cálida. Las paredes están decoradas con pósters de películas de Robert De Niro y obras de su padre, el pintor Robert De Niro Sr. El ambiente es casual y elegante, con mesas bien vestidas y un servicio impecable.

Estoy por preguntar si ya llegó el señor Valemont, pero tropiezo con alguien.

—Lo siento —me disculpo, levantando la vista.

¡Maldición!

—Al menos esta vez te molestas en disculparte —dice, sacudiendo su traje, muy parecido al que llevaba la última vez, aunque este es negro. Sin corbata, con los primeros botones abiertos… y aún así se ve jodidamente bien—. Eso ya es un avance.

—Estoy considerando seriamente ponerte una orden de alejamiento —le espeto—. Si me disculpas, mi esposo me está esperando, y no creo que le agrade tu grosería.

¿Mi esposo no le hará gracia? Ni conozco. Joder.

—Claro… —sus palabras se pierden cuando me doy vuelta para preguntar por mi mesa.

Un chico moreno me atiende. Me dice que mi esposo aún no ha llegado y me guía a un espacio privado.

Hay una única mesa vestida con mantel blanco crema, poco iluminada, íntima, apartada del bullicio. Me siento y pido un vino blanco. El camarero se va, y yo repaso el discurso que estuve preparando...

Señor Valemont, no sé si lo sabe, pero el contrato…

—Buenas noches, esposa. Se me olvidó decirte lo bella que te ves esta noche tan hermosa. No tanto como tú, claro —dice una voz conocida a mis espaldas. Giro lentamente la cabeza para enfrentarlo.

Esto tiene que ser una maldita broma.

—Un gusto. Me llamo Aren Lucifer Valemont Vernaux —extiende la mano hacia mí.

—Mira, no sé cómo sabes el nombre de mi esposo, pero esto no puede ser real. No tengo tan mala suerte.

—No, no la tienes. Por eso estás casada conmigo, flor.

Flor.

Me levanto de un tirón, lo encaro, apuntándolo con el dedo.

—Primero: no me llames flor. Segundo: no sé qué juego estás intentando, pero no va a funcionar. Lárgate. Estoy esperando a ¡mi esposo!

—Tu padre no me dijo que ya estabas casada, ni imaginé que fueras del tipo que comete bigamia —responde, con su maldito sarcasmo.

—No soy ese tipo de persona, ¡por Dios!

—Claro, solo no me crees —no lo dice como pregunta, pero igual asiento. Saca algo de su bolsillo. Después de unos segundos, me extiende su cédula. Lo pienso, pero al final la tomo.

Le doy un vistazo. No tengo suerte, nada de suerte. Estoy salada. Cuando sea libre, me iré a la playa a tirarme de cabeza.

Malditos Rubios!!

Levanto la mirada. Aren me observa con una sonrisa arrogante. Le mato con los ojos. Él me guiña. Le devuelvo la cédula.

—Bueno, ya que todo está claro, tomemos asiento —dice, parándose junto a mi silla. Me siento de mala gana, y como buen “caballero”, la acomoda para mí.

—Ya que tú fuiste quien me citó, es justo que hables primero —dice, desabrochándose el traje—. Luego lo haré yo, para dejarte todo claro. Porque tu padre, al parecer, no lo ha hecho.

—Mi padre me engañó para firmar el contrato de matrimonio —le confieso. Me mira atento—. Sé que no es tu problema, pero… tengo novio. Una vida tranquila. No pensaba casarme. Lo hice sin saber. Mi padre dijo que le debo un favor a tu familia desde mi nacimiento. ¿Es cierto?




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