Sentir que la tocaban la arrancó de su paraíso privado de desolación y amargura. Alzó la vista confundida y halló a un muchacho que la observaba ceñudo, poco convencido de lo que estaba haciendo. El muchacho siguió observándola mientras ella se incorporaba. La visera de la gorra oscurecía sus ojos, y lo vio encajar la mandíbula firme, cuadrada. Retrocedió con presteza cuando ella intentó dar un paso fuera del hueco.
—Estoy bien, gracias —gruñó, molesta por su presencia y por su atención, enjugándose la nariz en el puño de su manga.
El muchacho aún le cortaba el paso hacia el baño de damas, de modo que agachó la cabeza y lo esquivó como pudo.
El leve sonido del picaporte al cerrarse la hizo sentir a salvo de nuevas interrupciones. Descansó contra la puerta un momento, intentando volver a respirar normalmente.
Gracias a Dios el viejito había dejado los baños impecables y perfumados.
Cuando se sintió medianamente segura de que no volvería a venirse abajo, se aproximó a los lavabos para enjuagarse la cara. El agua fría era un alivio para sus ojos inflamados y sus mejillas afiebradas. Evitó enfrentar el espejo. Lo último que quería ver era su cara echa un desastre. Bien, no lo último-último, pero venía segundo en la lista.
Una sonrisa intentó fruncir sus labios sin permiso cuando oyó al muchacho maldecir y golpear la máquina de café. Sus pasos no tardaron en llevarse sus maldiciones a la sala de espera.
Mejor. No quería ver a nadie hasta que lograra serenarse.
Cuando se sintió en condiciones de salir del baño, encendió otro cigarrillo y fue sin prisa hasta las puertas vidrieras, para fumar otra vez con la vista perdida en la oscuridad impenetrable de la tormenta allí afuera.
Su mano libre bajó a meterse en su bolsillo, y la moneda que halló le sugirió que otro café no estaría mal, de modo que regresó a paso lento hacia la máquina. Y descubrió el botón del azúcar titilando. Esta vez no pudo evitar sonreír. Era el único botón cuya luz aún funcionaba, y el vaso no salía hasta que uno había elegido qué quería beber.
Se imaginó que el muchacho se las había ingeniado para introducir una moneda de la forma correcta, pero ignorando las fallas de la máquina, había creído que estaba descompuesta. Se le escapó una risita entrecortada mientras elegía un latte con tres de azúcar. Pobre muchacho. Sólo buscaba una bebida caliente, y se había encontrado un trasto roto y una loca llorando en el rincón.
Sólo entonces se dio cuenta que ni siquiera le había agradecido por acercarse a ver cómo estaba.
Probó su café, disfrutando el calor que bajaba por su garganta, y la moneda que no había usado fue a llamar a los enanos para que volvieran a trabajar, esta vez para un descafeinado con dos de azúcar, porque los americanos no son afectos al café con cafeína, valga la ironía.
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Editado: 15.08.2023