Sin Retorno

13. Ayuda en Camino

Una breve presión en su hombro despertó a Jay. Lo primero que notó fue que ya era de día. Lo siguiente fue el hombre de pie junto al sofá, mirándolo con una sonrisa apologética. Intentó erguirse y halló la cabeza de Silvia descansando sobre su pecho, y su propio brazo en torno a los hombros de ella.

El hombre se dio cuenta que apenas podía moverse y se agachó a su lado para hablar en susurros.

—Perdón por molestarlo. Nos estamos yendo, y temo que no queda espacio en la camioneta de mi hermano para llevarlos a ustedes también. ¿Qué podemos hacer para ayudarlos?

Jay comprendió que era el padre de la familia que pasara la noche allí como ellos. Volvió a tratar de moverse y le hizo señas para que le diera un momento.

—Estaré en el corredor —dijo el hombre.

Jay se volvió hacia Silvia. No había forma de dejar el sofá sin despertarla. Apenas trató de retirar su brazo, atrapado entre la espalda de Silvia y el respaldo, ella abrió los ojos con el ceño fruncido.

—Buen día —susurró él con una sonrisa cálida.

La luz gris de la mañana no era gentil con la piel de Silvia, sobre todo después de una noche tan larga. Pero la inesperada profundidad de sus oscuros ojos azules lo tomó por sorpresa.

—Latte, tres de azúcar —gruñó ella, permitiéndole recuperar su brazo antes de volver a hacerse un ovillo bajo la manta.

Jay rió por lo bajo. —Sí, cariño. Regreso enseguida.

Encontró al hombre al final del corredor de ingreso, junto a las puertas vidrieras. Su familia estaba apilada en el asiento trasero de una camioneta con doble cabina, detenida a un paso de las puertas bajo la lluvia torrencial.

—¿Hay alguien en el pueblo a quien podamos avisarle que están aquí? —preguntó el hombre.

Jay sacó su teléfono y le mostró el mapa que su hermano le enviara. —Aquí es adonde me dirijo —dijo—. Un rancho al norte del pueblo.

—Oh, sí, el Rancho Miller. No se preocupe, llamaré al encargado.

El hermano sacó la cabeza por la ventanilla del conductor. —Los caminos al norte del pueblo están anegados. No creo que nadie pueda llegar hasta aquí desde el Rancho Miller en cuatro ruedas.

—Fantástico —gruñó Jay para sus adentros.

—Pero podríamos pedirle al Viejo Toby que venga por ellos —dijo el hermano—. Su camioneta puede pasar la crecida.

Jay asintió vigorosamente. —¡Sí, por favor! ¡Envíen a ese Toby!

—No lo hará gratis —advirtió el hombre.

—Me importa una… No importa. Envíenlo tan pronto como puedan, por favor.

—Llegar desde el pueblo me tomó dos horas —terció el hermano sacando cuentas—. No espere a Toby por aquí antes del mediodía.

—No importa la hora en tanto llegue. Muchísimas gracias.

Jay sacó la billetera, pero el hombre meneó la cabeza tendiéndole la diestra. Y él la estrechó asintiendo. Se trataba de gente de campo, orgullosa y honesta. No intentaban ayudarlo para ganar un extra, sino porque era lo correcto.

Se demoró en el umbral de la terminal mientras el hombre corría a trepar a la camioneta. El hermano la hizo retroceder con cuidado, giró y condujo por el camino inundado hacia la carretera. El viento había cedido, pero todavía diluviaba.

Jay los despidió con una mano en alto y cerró las puertas, frotándose los brazos con un escalofrío, contento por saber que se largaría de allí en unas pocas horas. Aun si no podía llegar al rancho y tenía que pasar la noche en el pueblo, la promesa de una cama, una buena comida y una ducha caliente bastaba para levantarle el ánimo.

Por suerte la máquina de café todavía tenía agua, de modo que se procuró un decaf, el latte para Silvia y regresó a la sala de espera. Para encontrarla desierta. La manta estaba doblada sobre la mochila de Silvia, pero ella no estaba a la vista. Seguramente había ido a los sanitarios, y el ruido de la máquina de café le había impedido oírla.

Su humor mejoró definitivamente cuando descubrió que su teléfono tenía una diminuta barra de señal.




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