17. Rescate Emocional
—¿Hola?
Jay y Silvia se incorporaron de un salto y giraron hacia el corredor. Allí encontraron un robusto prototipo del abuelo granjero americano, el agua chorreando del ala de su sombrero para llover sobre su gruesa chaqueta y sus botas de goma.
—¿Ustedes son los que necesitan llegar al pueblo?
—¡Sí! ¡Somos nosotros! —replicó Jay.
—Entonces traigan sus cosas y larguémonos de aquí mientras aún podamos.
El hombre giró sobre sus talones y se alejó hacia el estacionamiento.
Jay detuvo a Silvia cuando iba a ponerse su chaqueta.
—Ten —dijo, dándole su propia chaqueta.
—¿Y tú?
—Imagino que tendrás que ayudarme a no morir de frío.
El bocinazo desde afuera empujó a Silvia a aceptar la chaqueta. Jay reemplazó el gorro de lana por su propia gorra negra y sonrió.
—Así no podrán reconocerte.
Ella alzó la vista, comprendiendo qué hacía, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Jamás había esperado un gesto así de un desconocido.
Jay frunció el ceño.
—Oye, te dije que no quería verte llorar en los próximos mil años.
Sus palabras la hicieron sonreír. Se colgó la mochila de un hombro, tomó su bolso y se dirigió al corredor.
—¡Aguarda! ¡La guitarra! —exclamó Jay tras ella.
Silvia no se detuvo al girar, y le respondió caminando hacia atrás. —Déjala, Jay. No la quiero.
Él la alcanzó trayendo la guitarra en su estuche. —¡No puedes abandonar así una guitarra como ésta!
—Mira cómo sí.
—¿Estás loca? ¡Es una maldita Fender!
—Es un regalo de Pat.
Dejaron la sala de espera y se apresuraron hacia las puertas de vidrio.
—¡Es una guitarra de dos mil dólares!
—Como si me importara. —Silvia abrió la puerta—. Lo digo en serio, Jay. ¿Sabes qué? ¿Te gusta? Quédatela. —Le guiñó un ojo—. Así, cada vez que la toques te acordarás de mí.
Jay sostuvo la puerta para dejarla salir, riendo. —¡Contigo siempre hay algo más, mujer!
—Cuidado, estoy llena de sorpresas.
—Ni que lo digas.
La cuatro por cuatro del tal Toby era vieja y robusta como su dueño. El hombre les indicó que pusieran su equipaje en la caja cubierta, la cerró con una gruesa lona y corrieron los tres a subirse a la cabina.
Silvia se encontró apretada entre Jay y la puerta. Toby arrancó y guió la camioneta con cuidado por el camino anegado hacia la carretera. Pronto la terminal era un bulto oscuro en el espejo lateral, borroneado por la lluvia.
Un silencio incómodo llenaba la cabina, sólo perturbado por los gruñidos de Toby y el gemido de los limpiaparabrisas, que formaban pequeñas olas laterales. La carretera ya estaba cubierta por varios centímetros de agua. Cruzaba sobre el asfalto formando arroyuelos espontáneos que corrían hacia los campos inundados.
Jay oyó que Silvia respiraba hondo cuando las primeras casas del pueblo aparecieron ante ellos. No apartó la vista del camino, pero su mano halló la de ella y la estrechó en silencio.
—¿A la posada? —gruñó Toby, pisoteando los pedales para vadear el último arroyuelo.
—¿Hay una cafetería a la que podamos ir antes? —inquirió Jay—. Estoy hambriento.
—La cafetería está en la posada.
Jay esbozó una de sus sonrisas simpáticas. —Entonces allí vamos.
Pocos minutos después la camioneta se detenía frente a una casa antigua y cuidada de tres pisos en la calle principal, con un tejado de madera que cubría la acera hasta la calle.
Silvia saltó fuera de la camioneta. Jay la siguió hasta la acera y le dijo que aguardara allí, cerca de la puerta de la posada. Él trajo el equipaje de ambos en un par de corridas bajo la lluvia y pagó sin chistar lo que el hombre pidió. Se apresuró de regreso junto a Silvia y la encontró alzando la capucha de la chaqueta por encima de la gorra, mirando a su alrededor como si esperara que una horda de zombies doblara la esquina en cualquier momento.
Cuando lo enfrentó, él le tocó con suavidad la punta de la nariz. —Déjame hablar a mí, ¿de acuerdo?
Silvia se limitó a asentir, respirando hondo. Él le dio su propio bolso y alzó las cosas de ella, más pesadas y voluminosas.
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Editado: 15.08.2023