Sin Retorno

20. Cena a la Luz de las Velas

El viejo no tardó en traerles la cena, pero no había podido acomodar sus bebidas en la bandeja, de modo que Jay se ofreció a bajar a buscarlas, con la idea de procurarse también cerveza para más tarde.

Silvia dispuso la mesa y dejó la bandeja sobre la cajonera, donde descubrió un candelabro oculto tras la televisión.

Jay regresó pocos minutos después, y sonrió al hallar las velas encendidas a modo de centro de mesa. Un bonito detalle. Silvia había regresado junto a la ventana, como si no se hubiera movido mientras él iba por la bebida. Se aproximó a ella y apoyó ambas manos en sus hombros, su nariz rozándole el cabello.

—¿Cenamos? —susurró.

Ella asintió sonriendo. Resultaba tan extraño. La presencia de Jay la ayudaba a serenarse y la hacía sentir más segura. Y al mismo tiempo, no le importaba saber que en la mañana él saldría de su vida para siempre. Porque había jugado su papel con tanta honestidad y buena voluntad, que se había ganado en buena ley el derecho a librarse para siempre de ella y sus melodramas.

Diez años antes hubiera intentado por todos los medios seducirlo, y fracasar la habría hecho sentir la peor perdedora. Pero al madurar había aprendido a valorar otras cosas que en realidad significaban tanto más que el sexo. Por eso estaba tan agradecida con él. Cualquiera muestra comprensión por los problemas de su objeto de deseo. Sin embargo, Jay no buscaba acostarse con ella. Eso significaba que su empatía y sus cuidados eran parte de su forma de ser, al natural, sin imposturas.

Jay llenó la copa de Silvia con refresco y la suya con cerveza como si fueran el vino más fino, y alzó su copa para brindar.

—Mírame a los ojos —dijo—. ¿O acaso no sabes que brindar sin mirar al otro a los ojos te trae siete años de mal sexo?

Silvia bajó la cabeza, meneándola. —Con que era eso —gruñó—. ¿A quién no miré?

Una vez más rieron juntos a carcajadas y sus ojos se encontraron, claros y brillantes, la luz de las velas destellando en sus miradas. Brindaron y se dedicaron a devorar la cena, coincidiendo en que estaba deliciosa. Luego Silvia llevó todo a la bandeja y buscó sus cigarrillos, mientras Jay abría una cerveza para ella.

—¿Te molesta si toco? —preguntó él señalando la guitarra.

—Por favor, me encantaría.

Esta vez Jay comenzó directamente por los clásicos, y acababan de aterrizar en The Police cuando Silvia se incorporó a buscar más cerveza para él. Dejó la lata abierta sobre la mesa pero no volvió a sentarse, sino que permaneció cerca de su silla, sus pies moviéndose como si estuviera por bailar.

Jay pasó a los Beatles, y mientras cantaban Twist & Shouts, ella finalmente se atrevió a bailar. Él buscó más canciones divertidas para tocar, aunque no estuvieran entre sus preferidas. Porque le gustaba verla bailar y girar y cantar, a años luz de la mujer que hallara llorando, la que le mostrara los rastros de violencia.

De modo que le ofrecía música, para que ella dejara atrás ese mal momento y se sintiera mejor. Y ella le ofrecía a cambio su risa, sobreponiéndose a cualquier timidez para agradecerle y demostrarle cuánto la ayudaba.

Cuando se quedó sin clásicos para tocar, Jay decidió volver a arriesgarse con algunas de sus propias canciones. Silvia reconoció Breathe In al primer compás y no dejó de bailar, asintiendo con una mano en alto. Bailó alrededor de la mesa, inclinándose hacia él para cantar juntos el estribillo.

Respira hondo, tienes que aceptarlo
Tienes que derribar la pared otra vez
Respira hondo, tienes que hacerlo
Tienes que derribar la pared otra vez
Así que respiremos hondo.

Un par de canciones más tarde, Jay se tomó un breve descanso y Silvia se dejó caer agitada en su silla al otro lado de la mesa.

—Buen Dios, Jay, eres de otro mundo.

Él le guiñó un ojo con una de sus sonrisas traviesas. —Me lo dicen todo el tiempo.

—¡Ya lo creo! ¡Hacía siglos que no me divertía tanto! Estoy en deuda contigo.

—Bien, no acepto moneda extranjera, de modo que puedes sacudir el trasero un poco más como parte de pago.

—Lo siento, caballero, pero las bailarinas se tomaron la noche libre y lo han dejado con la vieja madama.

Para entonces, Jay ya sabía que ella no lo decía para que él la contradijera y la halagara. No era un juego de seducción sino más bien un mecanismo de defensa. Silvia intentaba mostrarle que se daba cuenta que él no quería nada con ella. Era su manera de pedirle que se mantuvieran en términos amigables, sin burlas ni sarcasmos innecesarios.

—Entonces deberíamos cuidar tus viejos huesos y tocar algo más tranquilo.

—Sí, por favor. Mis pulmones están a punto de colapsar.

—Seguro, por eso acabas de encender otro cigarrillo.

Verla mostrarle el dedo mayor lo hizo soltar una carcajada, porque si bien Silvia ni se mosqueaba con su forma de hablar, florida en maldiciones, ella intentaba mantenerse del lado del decoro y la buena educación.




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