Sin Retorno

21. Déjalo Para Mañana

En el silencio que siguió, Jay ladeó la cabeza.

—Escucha —susurró.

Silvia prestó atención y no escuchó nada. Jay sonrió al ver su expresión interrogante.

—Ha dejado de llover.

Se paró y rodeó la mesa, haciéndole señas a Silvia de que lo siguiera. Ella se le unió junto a la ventana y miró hacia afuera con curiosidad.

—Mira —dijo él, señalando el cielo sobre los campos oscuros.

—¡Una estrella! —la oyó susurrar, y se le ocurrió que aquel asombro puro, maravillado, sonaba como si ella fuera el primer ser humano que hubiera visto una estrella.

Su brazo no lo consultó para subir a rodearle los hombros, y le rozó el cabello con los labios al decir: —Sí, la tormenta ha pasado.

Silvia sabía que él percibiría su escalofrío, pero no podía evitarlo. Cierto, ya no llovía y la noche parecía estar despejándose. Pero esas palabras significaban mucho más para ella, y los dos lo sabían.

Jay la sintió estremecerse y habló por impulso, como siempre hacía tantas cosas, sus labios aún contra el cabello de Silvia.

—No te he dicho mi nombre completo.

Su voz no era más que un susurro mientras contemplaban juntos aquella única estrella que brillaba a lo lejos, rodeada por las nubes que se deshacían en jirones sobre los campos.

—No, y yo tampoco lo pregunté.

—¿Quieres saberlo?

—¿Debería?

Jay se encogió de hombros. —Tal vez. Se me ocurre que te sorprendería.

Silvia alzó la vista hacia él, con la misma curiosidad que cuando mirara por la ventana para descubrir aquella estrella. —¿Acaso tu nombre cambiaría quién eres?

Él rió por lo bajo, de sí mismo. Tenía razón. ¿Cambiaba algo? ¿Cuánto quedaba de él si lo despojaban de su nombre de neón? Nada llamativo, eso seguro. Pero fuera lo que fuese, esta extraña mujer parecía pensar que bastaba. Meneó la cabeza.

—No, no lo cambiaría.

—Entonces guárdalo para mañana —dijo ella con suavidad, con esa calidez suya—. Y me darás algo más para recordar en mi vuelo al otro lado del mundo.

Jay bajó la vista hacia su cara agradable, ordinaria, y encontró esos ojos oscuros, ciegos a lo que tenían delante porque estaban demasiado ocupados viendo cosas más profundas.

Silvia se quedó de una pieza cuando la mano de Jay se alzó a descansar en su mejilla, impidiéndole moverse para inclinarse hacia ella y besarla. Su corazón recordó el concepto de estampida cuando los labios de Jay rozaron los suyos, como terciopelo contra su piel. Por fortuna, su cerebro se hizo cargo del timón para hacerla reaccionar y trató de retroceder, presionando levemente el pecho de Jay con una mano para apartarlo.

Él la enfrentó entre ceñudo y sonriente.

—¿Qué haces? —preguntó Silvia, y se dio cuenta que sonaba mucho más agitada de lo que hubiera querido.

Él rió por lo bajo. —¿En verdad lo preguntas?

—¡Claro que sí!

Jay le sujetó la cara con ambas manos y habló a un centímetro de esos labios suaves, aún húmedos con su beso.

—Mírame a los ojos y atrévete a decirme que no lo deseas.

Ella encajó la mandíbula e intentó fruncir el ceño, la vergüenza y el deseo luchando a brazo partido hasta que la honestidad entró como elefante en un bazar.

—¡Por supuesto que te deseo! ¿Crees que soy ciega? Pero tú a mí no.

Silvia sabía que estaba condenada cuando enfrentó esos ojos fantasmales del color del hielo observándola, y esa voz cautivante y sedosa acarició sus labios en un susurro.

—Entonces hazme desearte.

Hubiera querido poder explicar qué ocurrió en su interior al escucharlo, pero no habría podido aunque le dieran mil años para componer una respuesta coherente. Una risita escapó entre sus dientes para formar dos palabras.

—Maldito seas —murmuró, al tiempo que le aferraba el pecho de la camiseta.

Jay habría reído también, si hubiera tenido oportunidad. Pero el beso de Silvia pareció desconectar su mente. Sólo pudo separar sus labios para que el beso se hiciera más profundo, sus manos resbalando por la espalda de Silvia más allá de la cintura para empujarla contra sus propias caderas.

Antes de la cena, cuando ella aún estaba en la ducha, había evaluado la idea de llegar a esto. Sólo la quinta forma de matar el tiempo. La había descartado porque no estaba seguro de que pudiera excitarse con ella, y buscarla para nada hubiera sido sencillamente cruel.

Tuvo un recuerdo fugaz de ese pensamiento junto a la ventana, mientras luchaba por deshacerse de la franela de Silvia sin arrancar todos los botones, cada vez más agitado, los dientes de Silvia presionando su cuello de la manera exacta para enviar un ramalazo ardiente por todo su cuerpo hasta su ingle.




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