Sin Retorno

22. Vuelta a la Realidad

Black Dog de Led Zeppelin a volumen creciente despertó a Jay un año antes de lo que hubiera querido. Tanteó la mesa de noche hasta que encontró su teléfono y atendió frotándose los ojos.

—Vete al carajo.

—Levántate, hombre. Estaré allí en media hora.

—Dos horas.

—Anuncian más lluvia para la tarde. Tienes que salir de allí cuanto antes.

Silvia se estiró a su lado como un gato, un brazo sobre el pecho de Jay, una de sus piernas entre las de él. Él sintió la leve caricia de sus dedos y cambió el teléfono de mano para guiar la de ella hacia abajo.

—Una hora —gruñó, cerrando los ojos cuando la mano de ella continuó sin necesidad de guía.

—¿Tienes a alguien allí contigo?

—Una hora. Ven solo.

Jay soltó el teléfono en la cama, disfrutando la caricia. Los labios de Silvia se agitaron contra su hombro en una risita.

—Bromeas —se mofó.

—Tenemos una hora.

Jay gruñó cuando la mano se apartó de su ingle, y se olvidó de protestar cuando ella se tendió sobre él.

—Olvídalo. No siento las piernas —dijo Silvia junto a su boca, y sonaba divertida.

Jay abrió un solo ojo, frunciendo el ceño. Pero jamás llegó a quejarse, porque ella se deslizó contra su cuerpo para escurrirse bajo las sábanas. Soltó un gruñido cuando la lengua de Silvia lo recorrió, tomándose su tiempo para ocupar el hueco que dejara su mano. Sus caderas se alzaron para recibirla y otro gruñido de puro placer escapó de su garganta. Mierda. ¿Tenía que ser buena para esto también?

La noche primaveral les había resultado demasiado corta, y se habían rendido al agotamiento sólo un par de horas atrás. Y que lo mataran si alguna vez había pensado que la pasaría tan bien con la treintona latina.

No había tardado en darse cuenta que lo único que podía cohibirla era estar totalmente desnuda ante él con las luces encendidas. De modo que le había robado la ropa interior y la había hecho vestir una camiseta sin mangas que hallara en su bolso, que a ella le llegaba hasta los muslos, y le quedaba suelta y escotada como para mantener todas las partes interesantes al alcance de la mano.

A partir de ese momento, ella lo había seguido en cada juego que a él se le ocurriera, sin importar cuán alocado o fuera de lugar pareciera. Ella doblaba la apuesta cada vez, mientras bebían, fumaban y reían, teniendo sexo por toda la habitación como si hubiera llegado el fin del mundo.

El fuego en su ingle se alimentó de esos recuerdos fugaces tanto como de la boca endiablada que lo tomara de rehén, y no tuvo manera de prolongar el momento como quería. Pronto los labios de Silvia dejaron un trazo húmedo ascendente, hasta que su cabeza apareció bajo las sábanas con una sonrisita burlona.

—Eso fue rápido —dijo, cruzando las manos sobre su pecho para apoyar en ellas la barbilla—. Mejor ni te pregunto en qué estabas pensando.

Jay luchaba por alzar la cabeza para mirarla, pero se dio por vencido y enredó los dedos en su cabello con una risita fatigada.

—Ven aquí, mujer —murmuró, palmeando la cama a su lado. Y se dio cuenta que no la había llamado así porque no estuviera seguro de recordar su nombre. En esta ocasión era un nombre en sí mismo, o más como un título. Con mayúsculas, Mujer. El mejor sexo que tuviera en los últimos meses, pero también la persona más interesante que conociera en años.

A pesar de sus piernas supuestamente doloridas, Silvia se negó a volver a acostarse junto a él y se levantó.

—En verdad preciso una ducha —dijo, dirigiéndose al baño.

El agua tibia resbalando por su cuerpo era una bendición para sus músculos agarrotados y su espalda dolorida. La dejó correr y permaneció inmóvil, los ojos cerrados. Como la noche anterior, cuando Jay le pusiera el antifaz de dormir que le dieran en el avión y la hiciera guiar sus manos para acariciarla. Se estremeció en la ducha, el recuerdo haciéndole cosquillear el estómago.

¿Cómo era posible que hubiera pasado la mejor noche de su vida con un completo desconocido? ¡Sólo dos días después de lo que ocurriera con Pat! ¿Estaba mal de la cabeza?

Nunca había imaginado que se atrevería a hacer ni la mitad de las cosas que había hecho con Jay. Pero, ¿cómo negarse? Él le había ofrecido los mejores besos y el mejor sexo que ella hubiera tenido jamás. Y tenía una manera no sólo de enloquecerla, sino de empujarla a enloquecerlo a él. La diversión, el placer, ese brillo salvaje en sus ojos, desafiándola a darle más y más.

Lavarse le trajo más recuerdos de sus caricias. Mierda, parecía una adolescente que acababa de recibir su primer beso.

Pero la cuenta regresiva ya había comenzado. Una hora. En un rato, Jay se convertiría en un destello brillante entre los recuerdos de esos días tan oscuros, una parte de su pasado para siempre. Se preguntó burlona si debería escribir un poema sobre eso.

Y se dio cuenta de que no se sentía triste ni ansiosa.




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