Sin Retorno

25. Un Nombre

Silvia respiró hondo cuando el ómnibus se detuvo junto a la plataforma con un último bufido.

Allí estaba.

En pocos minutos habría dejado atrás todos los malos momentos que había vivido allí. Y los buenos momentos también. Pero como los malos aún eran muchos más, y mucho más importantes, no podía experimentar la menor tristeza por irse de aquel rincón del mundo dejado de la mano de Dios para no regresar jamás.

Volvió a la camioneta con los hermanos a buscar su equipaje, y ocupada colgándose la mochila, no vio la cara de Sean al enterarse que aquella guitarra de colección ahora le pertenecía a su hermano.

El hombre del ceño eternamente fruncido se las ingenió para sonreírle al desearle buen viaje.

—Gracias, Sean. —Silvia vaciló—. ¿Puedo pedirte un último favor?

Sean vaciló también antes de asentir con cautela. El pulgar de Silvia se alzó para señalar a Jay, que aguardaba a dos pasos con el bolso de ella y una sonrisita divertida.

—Su cretino interior necesita una lección, pero no puedo quedarme a dársela.

Una vez más, la amplia sonrisa de Sean borró su expresión villanesca por un instante, y la forma en que volvió a asentir hizo que Silvia temiera por los huesos de Jay.

—¿Vamos, querida? —dijo él desde donde estaba—. Antes que contrates a un asesino a sueldo.

Silvia le dirigió una última sonrisa a Sean y se alejó con Jay hacia la plataforma.

La puerta del ómnibus se había abierto con un siseo y el conductor bajaba a reunirse con un empleado de la terminal. Otro empleado había abierto el compartimiento lateral para que una docena de pasajeros trajeran su equipaje.

Silvia mantuvo la vista al frente. —Y aquí estamos. ¿Me dirás tu nombre ahora?

—¿Usas Twitter?

—¿Qué? —Silvia se detuvo y esperó que él la imitara y la enfrentara—. ¿Bromeas?

Jay le hizo señas para que siguieran andando. —No, te lo diré tan pronto hayamos entregado tu equipaje. ¿Entonces? ¿Twitter?

—Abrí una cuenta hace años, para ver de qué se trataba, pero nunca la usé. No me termina de gustar.

—Oh, cierto, olvidaba que eres un lacayo de Suckerborg.

—Creo que ya tuvimos esta conversación. Como a cinco pasos de aquí.

—Es verdad. Muy bien, publica tu poema en Facebook y desempolva tu Twitter para enviarme el enlace por MP. Te enviaré un enlace a las fotos que tomamos esta mañana.

—Si milord así lo desea. ¿Y cuál es tu usuario de Twitter?

La sonrisa de Jay la desorientó. —Es mi nombre, con la cosita azul al lado.

Silvia frunció el ceño. ¿Jay tenía una cuenta certificada en Twitter? ¿Como los famosos con millones de seguidores? Ya llegaban junto al ómnibus. Aguardó cerca de la puerta mientras él llevaba sus cosas al compartimiento lateral.

Jay regresaba a su lado cuando el empleado de la estación gritó a un par de pasos de distancia: —¡Pasajeros a Fargo! ¡Todos a bordo!

Él le hizo una discreta seña al conductor para que les diera un momento y sacó su cartera. Silvia lo observaba con el ceño aún un poco fruncido. ¿Qué le ocurría? Era la primera vez en las treinta y seis horas que pasaran juntos que lo veía actuar así, con esa especie de calma indolente.

Entonces él la enfrentó por última vez, y Silvia pensó que su sonrisa vaga tenía un dejo de tristeza cuando le tendió su licencia de conducir.

Ahí van, pensó Jay hundiendo las manos en los bolsillos. Las bromas y los buenos momentos. Este sentirnos tan bien juntos. El espacio que me diste para ser yo mismo. El sostén que te di para que no te derrumbaras. Nuestros juegos incorrectos y toda la música que compartimos. Ahí va todo, borrado de un plumazo por mi nombre.

La observó bajar la vista a la licencia, volver a fruncir el ceño, contener el aliento. Sus ojos leyeron el nombre un par de veces antes de saltar a la foto, al tiempo que su ceño se fruncía más y más. Silvia alzó la vista para mirarlo, sus labios moviéndose en silencio.

Jay permaneció inmóvil, dándole tiempo para estudiarlo hasta que lo reconoció. Aguardó el estallido que jamás llegó. Silvia se quedó allí parada, mirándolo, y enrojeció con tanta intensidad que sus orejas parecían a punto de humear como una chimenea.

El conductor se les acercó con una sonrisa incómoda. —Debemos irnos, señorita —dijo.

Un escalofrío estremeció a Silvia de la cabeza a los pies y su mano se tendió lentamente hacia Jay para devolverle la licencia. Él la tomó, inclinándose para besarle la mejilla.

—Envíame un MP para que sepa que llegaste bien —le dijo en voz baja.

Estuvo tentado de reírsele en la cara sólo para hacerla reaccionar. Pero el momento de bromas había quedado atrás. De modo que se limitó a sonreírle por última vez, antes de dar media vuelta y alejarse sin prisa hacia donde lo esperaba su hermano.




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