Sin Retorno

26. Menuda Historia

Sean condujo en silencio, dejando que su hermano se abriera una cerveza y reclinara el asiento.

—¿Y bien? —preguntó entonces, manteniendo la vista en la carretera.

—¿Y bien qué?

Sean apagó la música y le arrancó la gorra a Jim de un manotazo. —Habla, hombre.

—Luego.

—Olvídalo. Tenemos casi una hora hasta el rancho y soy todo oídos.

Jim recogió su gorra y volvió a ponérsela, bajando la visera hasta sus ojos. —De acuerdo.

—¿Jay? ¿Estás bromeando?

—Creí que ella estaba bromeando con lo de no haberme reconocido. Pero casi le da un infarto cuando le mostré mi licencia.

—¿Cómo la conociste?

—Hace dos días, cuando llegué a la estación de ómnibus.

—Pero ayer por la mañana me dijiste que habías encontrado una fan que te cuidara. —Sean miró brevemente a su hermano—. ¿Te referías a ella? ¿Y no te había reconocido? —Rió con ganas—. ¡Hombre, esto es demasiado!

Jim alzó los pies para apoyarlos en el tablero. —Y apenas comenzamos.

A través de las preguntas de Sean, Jim revivió una multitud de pequeños momentos para entretejer la historia, desde que llegara a la terminal en medio de la tormenta, dos noches atrás, hasta esa misma mañana. Y coincidieron en que sonaba como el argumento para una película indie que a Jo, la novia de Sean, le gustaría filmar.

Sean se abstuvo de hacer comentarios mientras Jim le hablaba de las horas de música, filosofía barata, conversaciones serias y bromas que compartiera con Silvia, y se limitó a asentir cuando supo lo que le había ocurrido con el matón del pueblo. Sí, a los dos los tocaban ese tipo de historias, que les recordaban a su propia madre. Pero nada de eso explicaba qué parte había jugado Jim.

—¿Por qué dijiste que era una fan?

—Porque lo es, sólo que no la clase a la que estamos habituados —replicó Jim, y le refirió lo que ella dijera de su música y de él mismo.

Sean volvió a asentir. Al fin comenzaba a comprender. Jim amaba la fama y ser el centro de atención, pero no era por eso que había armado la banda doce años atrás. En lo profundo de su corazón, aún necesitaba sacudir a la gente, hacerlos sentir, pensar, cuestionarse. Esta mujer, lejos de ser otra fan babeando por la cara bonita, se tomaba el tiempo de escuchar a Jim, abriéndole la puerta para que él la sacudiera como él buscaba.

—Debe odiarte.

Jim ladeó la cabeza pensativo. —En cierta forma. Soy muchas cosas que no aprueba y no le gustan. Me refiero a cosas que no le gusta admitir, por no decir sentir. Me detesta por recordarle que existen aunque pretenda ignorarlas. Y al mismo tiempo, también me ama por eso. Mis canciones le permiten arriesgarse a visitar el lado oscuro de su alma. Y me precisa cerca para patearle el trasero cuando es necesario. Sus palabras, no mías.

—Ahórramelo, que no quiero un autógrafo.

Jim rió por lo bajo. —Ella tampoco, creo.

—¿Tú crees? —La áspera risa de Sean volvió a llenar la cabina—. Como sea, nada de eso explica cómo carajos acabaste echándotela.

Jim terminó su cerveza sin prisa, dejando que la paciencia de su hermano se agotara. Un segundo antes de que Sean le asestara uno de sus temibles puñetazos se encogió de hombros.

—¿Recuerdas a Kate?

Sean gruñó por lo bajo. ¡Si recordaba a Kate! ¡Como si pudiera olvidarla! Había un antes y un después de Kate en la vida sexual de su hermano. Jim jamás había vuelto a comportarse con las mujeres como antes de cruzarse con ese demonio de mujer, irresistible, posesiva y avasallante por igual.

—Esta mujer le gana a Kate en la cama diez veces de cada cinco.

Sean redujo la velocidad para apartar la vista de la carretera y dirigirle una mirada fulgurante a Jim, ofendido porque su hermano pretendiera tomarle el pelo de forma tan descarada. Pero Jim sostuvo su mirada con una sonrisa vaga. Sean lanzó un silbido volviendo a acelerar.

—¿Seguro que estamos hablando de la misma persona?

—Sí.

—¿Qué tomaste anoche?

Jim alzó apenas la cerveza vacía.

—¿Cuántas?

—¿Dos, tres? No estaba borracho, tampoco estaba puesto. Y sí, estamos hablando de la treintona latina que acabas de conocer.

—¿Latina? Creí que era europea.

—Sudamericana.

Sean meneó la cabeza, aún resistiéndose a creerle. La suave risa de Jim le valió otra mirada enfadada.

—¿Quieres saber algo gracioso? Yo sólo intentaba ayudarla. Ella necesitaba desahogarse por lo que le hizo ese hijo de puta, como hizo en persona hace un rato. Era la forma más sencilla de empezar a tomar distancia de su dolor. Y ahí estaba yo, por pura casualidad, sin nada mejor qué hacer. —Fue el turno de Jim de menear la cabeza, lentamente, sin dejar de sonreír—. Te juro que cuando la besé por primera vez, me preguntaba cómo mierda haría para excitarme. ¡Y cinco minutos después no podía quitarle las manos de encima! Lo más gracioso de todo es que ella no tiene ni idea de lo excitante que puede ser.




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