Sin Retorno

27. Más que un Nombre

El ómnibus aceleraba por la Interestatal mientras Silvia luchaba por desenredar sus auriculares. Al fin pudo enchufarlos a su teléfono para escuchar música. Y tuvo que sofocar más risitas nerviosas al escuchar el principio de Save Your Soul y a Jim Robinson (¡Jay, por Dios!) cantar en su oído.

No, era demasiado. ¿Cómo era posible que algo así hubiera ocurrido?¿Cómo había podido pasar tanto tiempo con Jim Robinson sin darse cuenta que era él? ¿Y qué demonios hacía allí, en aquella zona rural de Dakota del Norte, en medio de la nada?

Ya de regreso en casa, su amiga Paola la ayudaría a comprender que lo que había sucedido era sencillamente imposible de prever o tan siquiera imaginar.

—O sea, sabemos que Brad Pitt vino a esquiar una vez, y Roger Waters pasó unos días acá pescando, pero no esperás encontrártelos en el súper, ¿no?

Sí, tenía razón. Y Silvia estaba tan sacudida por el violento desenlace de su relación con Pat, que no estaba en condiciones de darse cuenta que algo tan inesperado estaba sucediendo realmente.

Pero en el ómnibus aún se sentía confundida, feliz y avergonzada, todo al mismo tiempo. La cara se le prendía fuego cada cinco minutos al recordar los últimos dos días. Especialmente la noche anterior. ¡Oh, por Dios! ¿En verdad había hecho todo eso con Jim Robinson?

Muy bien. Había pasado la noche más alocada de su vida con el chico malo del rock. Y en realidad, no era más que una especie de trofeo para esconder un algún cajón, más que nada para no avergonzarlo a él. Porque si bien le iba a costar encontrar un hombre que resultara tan bueno como él en la cama, el sexo distaba de ser lo mejor que le había brindado. El verdadero tesoro que se llevaba de conocerlo era su inigualable fibra humana.

Sí, el muchachito malcriado se teñía el cabello de verde fluorescente, salía con las Barbies más tontas, la emprendía a puñetazos con los paparazzi y era tema central de todos los programas americanos de chismes varias veces al mes. Aun así, era la persona más dulce y maravillosa que conociera jamás.

En el aeropuerto descubrió aliviada que podía fechar su boleto de regreso allí mismo, y se registró para el vuelo a Buenos Aires que estaba por despegar.

Un par de horas más tarde, cuando hicieron la primera escala en Chicago, salió de la terminal en busca de un lugar donde estuviera permitido fumar y que, además, le ofreciera un poco de Wi-Fi. Descargó Twitter a su tablet e intentó recuperar su cuenta. En vano. Ni siquiera recordaba la dirección de email que había utilizado, menos iba a recordar la contraseña. De modo que trató de abrir una cuenta nueva.

—Olvidate —gruñó cuando vio que tenía que dar un número de teléfono.

No se hacía ilusiones de privacidad online, pero tenía algo contra dar su teléfono. Por eso tenía todas sus redes sociales en la tablet. De modo que mandó a Twitter al diablo y cerró la aplicación.

No que a Jim Robinson fuera a importarle un rábano si ella llegaba bien a casa.

Pero la idea siguió estorbándola durante las siguientes horas de viaje, tal como Jay hubiera hecho.

Ése era el problema. El que le había pedido que le avisara si había llegado bien no era el rockstar. Era Jay, el que le había dado todo su apoyo, y había hecho todo a su alcance para ayudarla a superar el desastre en el que la había hallado sumergida.

Así que tres horas después, durante la última escala en Houston, tomó la tablet junto con sus cigarrillos, rezongando sobre muchachitos malcriados y tráfico de información. Y al volver a seguir los pasos para abrir una cuenta, descubrió la opción de dar una dirección de correo electrónico en vez de un número de teléfono. Adiós excusas.

Mientras esperaba el correo de Twitter para terminar de abrir la cuenta, le confirmó su horario de llegada a sus amigos. Y tal como Jay le pidiera, publicó su poema en Facebook y copió el enlace.

Entonces llegó el momento de pulsar la opción de “seguir” en su nombre con la cosita azul, por descabellado que pareciera. Pegó el enlace en un mensaje privado, que tendría que esperar que él lo aceptara, y se preguntó qué le escribiría.

La llamada para abordar el avión la encontró mordiéndose una uña y mirando la tablet ceñuda, después de tipear y borrar media docena de mensajes, devanándose los sesos por algo que sonara mejor que “Ya estoy en camino, que te diviertas.”




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