Sin Retorno

28. ¿Después?

Los hermanos fueron recibidos en el Rancho Miller con un almuerzo rápido, servido por Jo y sus amigas, que se dedicaron a alborotar en torno a Jim como moscas de verano. Como si lo conocieran de años, nadie había siquiera mirado el dormitorio principal de la casona, reservándolo para él. Jim dejó que las chicas lo acosaran una hora entera antes de tomar posesión de sus aposentos y pasar otra hora en el hidromasajes.

Sean y los demás no lo esperaron para ensayar. En algún momento Jim encontró el camino a la biblioteca, donde habían montado la sala de ensayos, y se reunió con ellos. Los otros notaron que estaba de talante disperso, de modo que pasaron las siguientes horas improvisando más que probando nuevos arreglos.

Durante la cena Jim decidió que quería una fiesta de bienvenida como correspondía, y se la montó él mismo. Los viejos relojes de la casona intentaron dar la medianoche y se perdieron en la música a todo volumen y las voces a todo pulmón.

Jim estaba de pie sobre una mesa, dirigiendo a sus amigos en un coro más bien bizarro, cuando su teléfono vibró en el bolsillo trasero de sus jeans.

Sean frunció el ceño al verlo saltar de la mesa, hacer una reverencia y despedirse con la excusa de que su belleza precisaba reposo.

—Regreso enseguida —le dijo Sean a Jo, y se abrió camino hacia la escalera en medio de los que bailaban en la amplia sala.

Alcanzó el segundo piso a tiempo de ver a Jim en medio del pasillo, leyendo algo en su teléfono con una sonrisa cálida que desconcertó a Sean. ¿Qué diablos? Nadie le prestó atención cuando regresó a la planta baja y se dirigió a la cocina. Un momento después volvía a encarar la escalera con dos cervezas.

Encontró a Jim en el dormitorio principal, recostado en la cama en ropa interior, la laptop sobre sus piernas enchufada a su teléfono y un armado en la boca.

Jim sonrió al verlo asomar la cabeza y le hizo señas de que entrara. Sean se acercó a la cama con cautela, tendiéndole una de las cervezas con una mirada colmada de sospechas. Jim le cambió cerveza por armado, palmeó la cama para que se sentara y desenchufó el teléfono para ubicar la laptop entre ellos, de tal manera que su hermano viera la pantalla.

Sean estaba acostumbrado al toque artístico de Jim en sus fotografías, y fue pasando los archivos en silencio. Una de las imágenes le llamó la atención. Un ojo de un azul oscuro, abierto en una expresión de sorpresa, y una lágrima en frágil equilibrio entre las pestañas. La siguiente era Jim besando la sien de Silvia, y reflejaba una emoción completamente diferente, una serena calidez al borde del afecto que lo tomó por completo desprevenido.

Jim se inclinó hasta descansar en su codo para estar más cerca de su hermano y la laptop. Retrocedió a la foto de la lágrima.

—Ésa es su reacción a algo que dije sobre ella —terció, y regresó al beso en la sien—. Y esto ilustra bastante bien cómo nos sentimos durante los dos días que pasamos juntos.

Sean respiró hondo. Las palabras de su hermano habían transformado aquellas fotos, de poesía gráfica a una declaración que él no estaba seguro de comprender, y que no terminaba de gustarle.

—Hombre —murmuró, devolviéndole el armado.

—¿Verdad? —Jim le mostró la foto del tatuaje—. Ese símbolo significa cielo, el de Dios. Y ahí tienes la medida de cuánto cree en Dios. En Dios y en el libre albedrío.

—¿Acaso se puede creer en las dos cosas al mismo tiempo?

—Tal parece. No podría repetir su explicación, pero era coherente. Poco convencional, pero lógica.

—Si tú lo dices.

Jim le indicó que viera el resto de las fotografías que había tomado esa mañana, mientras él buscaba algo en su teléfono.

—Ésta es buena —dijo Sean.

Jim alzó la vista y asintió sonriendo. Era su pecho desnudo, con el brazo de Silvia surgiendo desde atrás para apoyar la mano abierta sobre su piel. La siguiente era idéntica, pero con la mano del propio Jim cubriendo la de ella sobre su pecho.

Sean le arrebató el armado a Jim mientras continuaba pasando fotografías. Vio algunas imágenes sugestivas, otras estaban fuera de foco o movidas a propósito. Todas ellas tenían el toque personal de Jim. Se detuvo al encontrar una de su hermano riendo. No era una selfie. Él conocía esa risa espontánea, abierta, y sabía que Jim no se reía así con cualquiera.

—Escucha —dijo Jim entonces, señalándole el teléfono.

Sean frunció el ceño. ¿Una versión acústica de Enemigo? ¿Cuándo diablos…?

Jim rió al verle la cara cuando Silvia cantó con él.

—Jamás supo que estaba grabando.




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