Sin Retorno

42. Seis Días

A Jim le resultaba llamativo que Silvia hubiera dejado de publicar en el blog y se limitara a comentar lo que él subía, pero no preguntó. Ellos no hacían preguntas.

Silvia llevaba una vida normal y ordinaria, y era lógico que él siempre tuviera más novedades para compartir que ella. Por eso continuaba subiendo cosas al Hey, Jay! sabiendo que ella lo seguía a su manera. Cada día Silvia dejaba al menos unas pocas palabras comentando lo que él posteara el día anterior, a veces una pregunta, a veces sólo signos de exclamación o un corazón.

Ella era su compañera secreta que iba con él a cada país, escuchaba cada concierto, paseando con él por cada ciudad, probando cada comida, regañándolo cuando se pasaba de la línea, riendo de sus bromas más tontas.

En ocasiones se descubría pensando el título de una foto para el Hey, Jay! en el mismo momento de tomarla, algo llamativo para capturar la atención de Silvia. Y más de una vez la espera se eternizaba hasta que lo dejaban solo y podía abrir el blog.

Siempre había necesitado una audiencia, y ahora no sólo tenía cientos de miles de seguidores en todo el mundo. Ahora la tenía a ella, su invitada VIP, la única que él consideraba que valía la pena que supiera lo que él pensaba o sentía en una determinada situación.

Sean lo conocía demasiado, una mirada o una seña bastaban para que su hermano lo comprendiera. Porque no era sólo su hermano. Habían sido amigos íntimos toda su vida. Con el tiempo, Silvia llegaría a conocerlo tanto como Sean, pero ella jamás le daría la misma respuesta que su hermano, y allí estaba la gracia.

El último día de octubre vio que Silvia no había comentado su última publicación en el blog, ni siquiera un emoji en la foto del pescador tailandés que él sabía que le encantaría. Se le ocurrió revisar su cuenta de Twitter. Nada. Silvia sólo la utilizaba para escribirse con él. Sin más opciones para saber de ella, decidió hacer un pacto con el diablo y entró a Facebook. Nada. Se había condenado al castigo eterno por nada. Aún quedaba Instagram, y ya había sellado su destino, así que no tenía nada que perder.

Y allí estaba. La foto de un cigarrillo consumiéndose en un cenicero. Estaba fechada tres días atrás y decía “Esperando que un maldito tsunami se lleve toda esta mierda.”

Jim frunció el ceño. ¿Silvia diciendo mierda? No que fuera una carmelita descalza, pero era extraño que utilizara malas palabras si no era en privado. Seguramente tenía problemas en el trabajo, o había discutido con su amante.

El segundo día sin noticias de ella lo desconcertó, pero no halló nada en sus redes sociales.

Al tercer día, su humor fluctuaba entre preocupado e irritado, sobre todo porque se había esmerado con su última publicación, seguro de que ella no podría resistir la tentación de responderle.

Al cuarto día, Sean notó su malhumor cuando se reunieron para ir al estadio donde tocarían esa noche. Jim vio su mirada interrogante y meneó la cabeza ceñudo. Sean no insistió.

El quinto día, mientras tocaban, quedó a la vista que su humor seguía empeorando. Rompió dos micrófonos, y la multitud de chicas gritando sus “¡te amo, Jim!” recibieron la sugerencia de que fueran a hacerse dar por el culo. Esa noche, Jim reclutó un puñado de chicos y chicas y se los llevó a su suite para pasar una noche de juerga con ellos.

Cuando Deborah compartió su preocupación con Sean, él hizo cuanto pudo por tranquilizarla. Ya sabían que a Jim le gustaba romper los límites del buen gusto de tanto en tanto, y Deborah tenía que admitir que se había comportado como un monaguillo desde que dejaran Los Ángeles. Lo cual para Sean tenía sentido, si estaba tratando de arreglar las cosas con Bárbara.

El sexto día era el primero que tenían libre en tres semanas. Sin conciertos, sin viajes, sin compromisos públicos. Todo el mundo durmió hasta tarde. Sean se despertó al mediodía y fue a la suite de su hermano. Se alegró de ver que los invitados de Jim ya se habían marchado, ahorrándole tener que echarlos a puntapiés.

Jim estaba despierto y levantado, recién salido de la ducha, sentado en el suelo junto al balcón, teléfono en mano. Ya desde la puerta Sean se dio cuenta que estaba de un humor de mil diablos.




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