Sin Retorno

54. Gotas que Colman Vasos

54. Gotas que Colman Vasos

Como cualquier otro momento muy esperado y cuidadosamente planeado, el jueves no estaba de acuerdo.

Silvia no podía creer la multitud de pequeñas cosas que se complicaban, en una proyección geométrica que parecía decidida a empujar el absurdo al plano surrealista ante sus ojos incrédulos, quitándole todo control, hasta que sólo pudo rezar para no morir en el intento.

Los padres de Claudia vivían a cuarenta minutos en auto del hotel de Jim. La otra forma de llegar era tomar el tren y el autobús, lo cual llevaba casi dos horas con buena suerte. De modo que el Comodoro se había comprometido a llevarlas al centro de la ciudad esa tarde. Contando con problemas de tránsito y otros imprevistos que pudieran surgir, decidieron que saldrían a las cuatro para llegar al hotel a las cinco.

Hasta que sonó el teléfono del Comodoro. Un compañero de trabajo acababa de dar parte de enfermo y necesitaban que el Comodoro lo cubriera. En un vuelo que debía despegar a las cuatro. El Comodoro ni siquiera tuvo tiempo de almorzar antes de irse a toda prisa. En el auto de la familia.

Claudia no estaba en los mejores términos con su hermano mayor, pero su madre insistió, y lo llamó ella misma para preguntarle si podía reemplazar a su padre y llevar a su hermana.

—No hay problema, mamá. Paso a buscarlas a las cinco y media.

—Es demasiado tarde. Dejá, nos pedimos un taxi —se apresuró a decir Claudia, aliviada por no tener que deberle un favor.

El gobierno de la Ciudad de Buenos Aires había suspendido temporalmente los permisos de Uber, de modo que cualquier Uber sólo podría llevarlas hasta los límites de la ciudad. Desde allí todavía tendrían que tomar el tren por un par de estaciones y luego el autobús.

Claudia y Graciela juraban que la compañía de taxis del barrio tenía autos de sobra y no precisaban reservar uno con anticipación, pero Silvia se negó a arriesgarse. Aunque le hubiera gustado sorprenderse cuando la recepcionista les dijo que no tenían taxis disponibles antes de las cuatro y media.

—No te preocupes —dijo Graciela—. Van a llegar bien para las seis si salen de acá a esa hora.

Claudia vio la expresión de su amiga y buscó los números de otras compañías de taxis en la zona. Era obvio que con Uber prohibido en la ciudad, no encontrarían un solo taxi disponible antes de las cuatro y media en kilómetros a la redonda. Así que volvieron a llamar a la empresa del barrio para reservar el auto para las cuatro y media.

—Cuatro cuarenta —corrigió la recepcionista—. Tomamos más viajes desde que ustedes llamaron por primera vez.

Silvia se encogió de hombros. Ya eran las tres, y conociendo cuánto tardaba Claudia en vestirse hasta para ir al supermercado, la opción de usar transporte público quedaba descartada si pretendían llegar antes de la cena.

Confirmaron la reserva del taxi y Silvia envió a su amiga a prepararse.

La caldera decidió apagarse tan pronto Claudia salió de la ducha, y Graciela le advirtió a Silvia que era una caldera vieja y tardarían entre veinte y treinta minutos en volver a encenderla y tener agua caliente.

—No importa —dijo Silvia tragándose un suspiro, y se dirigió a la planta alta para darse una ducha fría.

De vuelta en su habitación, tiritando y estornudando, buscó los jeans negros que se comprara para la ocasión. Había tomado la precaución de usarlos varias horas, para cerciorarse de que no fueran demasiado ajustados y le permitieran respirar. Para evitar que encogieran, los había lavado con agua fría y los había secado en el tendedero al aire libre, no en la secadora. En vano. La cosa se había achicado tres o cuatro talles en el proceso.

Revolvió su mochila como si no supiera lo que había empacado. Habían viajado por menos de una semana, no había traído todo su guardarropa. Las opciones eran los jeans que acababa de sacarse y que había usado los últimos dos días, los jeans nuevos que se declararan en huelga y los jeans rectos. ¿Dónde estaban los jeans rectos?

—Pensé que los querrías limpios para el fin de semana y los puse a lavar —dijo Graciela con su gran sonrisa maternal.

—Ah, gracias.

Volvía a luchar por pasarse los jeans nuevos por las caderas cuando su teléfono vibró con un mensaje. ¡Jim ya había llegado a Buenos Aires! Respondió al borde de la taquicardia.




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