Sin Retorno

57. El Plan de la Noche

—¿Y ahora qué sigue, soldados? —inquirió Tom, intentando traer la situación a carriles más normales.

—No lo sé —respondió Liam—. Deb dijo algo de reservas para la cena, pero ya son las ocho.

—Aquí cenamos a las nueve —terció Claudia.

—¿Qué? —exclamó Walt—. ¡Pero me muero de hambre!

Jim y Sean miraron alrededor y vieron a Deborah hablando con un grupo de locales con Tim y Ron. Jim se llevó la mano a los labios.

—Yo le aviso —dijo Sean, antes que Jim llamara a Deborah con un silbido y ella le rompiera la nariz.

—¿Cómo te sientes para una noche de fiesta? —le preguntó Jim a Silvia.

—Siempre lista, como un boy scout —replicó ella—. ¿Cuál es el plan?

—No lo sé, pero imagino que incluye cena, tragos y baile. ¿Te anotas? —Jim oyó la risita de Claudia y se volvió hacia ella—. ¿No crees que la anciana de tu amiga lo resista?

—¿Acaso no la conoces? Va a ser la última que quede en pie, como siempre —respondió Claudia.

—Eso ya lo veremos.

Sean regresaba y cabeceó en dirección a la salida. —Ron está llamando los autos —dijo—. Deb y los otros se nos unirán tan pronto terminen aquí.

Deborah y Tim los vieron dejar plantados a los productores y los famosos que estaban allí para saludarlos y ni se molestaron en desperdiciar un suspiro. Al fin y al cabo, eso era lo que significaba trabajar para los Robinson: un doctorado continuo en planes de emergencia.

Mientras esperaban los elevadores, los demás no pudieron evitar mirar por sobre sus hombros al escuchar que Silvia bufaba. Jo se tragó la risa, porque ésa no era la reacción habitual de las mujeres cuando Jim les hablaba al oído así, con esa sonrisita especialmente diseñada para causarles una súbita urgencia por quitarse la ropa.

Jim rió divertido. Silvia meneó la cabeza y se sacudió su brazo de los hombros.

—Ya —gruñó.

Allí estaba, la ballena blanca haciendo desastres como siempre, con sus tontos jueguitos para ver cuántos escalofríos podía causarle en un minuto. Como si precisara asegurarse de que ella seguía de cabeza por él. Como si alguna vez hubiera sido de otra manera.

Pero se miraron a los ojos y acabaron riendo los dos y palmeándose los brazos.

—Como malditos chiquillos —gruñó Sean, tratando de ignorar que Jo le retorcía la mano—. ¡Ouch!

Silvia lo oyó y sólo pudo darle la razón. Sí, se estaban comportando como niños, y estaba bien, porque esos momentos tontos le permitían recuperar la calma. Algo que necesitaría en cantidades industriales si quería terminar la noche sin cometer errores irreparables. Y al mismo tiempo, estaba bien porque eran ellos, allí, juntos otra vez. Eso bastaba para tener la garganta llena de risa todo el tiempo.

Jim tomó su mano para subir al elevador con Jo, Sean y Claudia. Y Tom, que se coló justo antes que se cerraran las puertas.

—¿Precisas ayuda para caminar tan temprano? —inquirió Silvia, intentando liberar su mano.

—Sólo me aseguro que no huyas apenas desvíe la vista —respondió Jim, divertido por su pose dura frente a los demás. Vio la mirada que Silvia le lanzó a su cuello y se lo tocó—. ¿Qué?

Silvia se volvió hacia Claudia. —¿Tenés una de esas toallitas húmedas para sacarte el maquillaje?

—Sí. —Claudia abrió su bolso para buscar una—. Tomá.

—Gracias. —Silvia volvió a enfrentar a Jim y lo hizo girar la cabeza hacia el otro lado—. Por Dios, Jay, estás hecho un desastre —murmuró, frotándole el cuello con la toallita—. Esa chica te dejó todo manchado de lápiz labial.

Jim vio que los demás desviaban la vista, incómodos, y se tragó otra risita. Le hubiera dicho algo como “tu lápiz labial me quedaría mejor”. Pero tras los últimos minutos, no le costaba predecir que la respuesta de Silvia sería darle su lápiz labial o usarlo para firmarle la cara.

Y estaba bien. Así era ella. Necesitaba un rato para dejar de actuar como un puercoespín.

En la recepción, Jim le indicó a Walt que se adelantara a buscar los autos que debían estar esperándolos y retuvo a Sean, Jo y Tom.

—Muy bien, éste es el plan —les dijo en voz baja—. Tom, conozco esa mirada, de modo que tú te encargas de la amiga. Jo, a ti te toca controlar a mi hermano. Hermano, quiero que finjas que la adoras. ¿De acuerdo?

No aguardó respuesta y se apresuró para alcanzar a Silvia, que subía a un auto con Liam. Subió con ella al asiento trasero mientras Walt, Tom y Claudia subían a otro, dejando el tercero para Sean y Jo.

Tan pronto cerraron las puertas y se apagó la luz de la cabina, Silvia se hartó de combatir su impulso de tomar la mano de Jim. Él la miró a los ojos por un largo momento.

Aunque sabía que no precisaba vestirse para la ocasión, Silvia se veía mucho mejor de lo que él había esperado. Había adelgazado cinco o seis kilos, y a Jim le gustaba ese rojo oscuro en su cabello para enmarcar su cara, que no tenía más que una pizca de maquillaje. Hubiera jurado que Silvia había escogido aquel top rosa sólo para molestarlo. Sin embargo, el escote era lo bastante tentador para ignorar esas flores espantosas. Sus jeans gastados iban a tono con los de él, y las botas le daban un andar aplomado.




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