Sin Retorno

62. Llévame Contigo

A las cuatro de la madrugada eran pocos los que aún se tenían en pie, porque la mayoría de ellos estaban agotados, borrachos o una combinación de las dos cosas. La legendaria resistencia al champagne de Deborah se había visto seriamente menoscabada aquella noche, de modo que miró alrededor en busca de Tim para que la ayudara a organizar la retirada del grupo. Y lo halló poco menos que desmayado en un sillón. Por suerte Ron aún estaba en condiciones de arrastrarse por la escalera y pedirle a los guardaespaldas que llamaran a los autos. Mientras tanto, ella se dedicó a hacer reaccionar a todo el mundo.

Su cabeza se aclaró bruscamente al encontrar que Jim había bebido como ella contadas veces lo viera. Recitaba algo a toda voz, mientras Silvia y Liam reían y se divertían arrojándole vasos de plástico vacíos para hacerlo callar.

Deborah despertó a Sean, que se echaba una siesta con la cabeza en el regazo de Jo, y le señaló a su hermano. Sean se frotó la cara, sacudió a Walt hasta despertarlo, y entre los dos lograron empujar a Jim a los sanitarios. Precisaron hectolitros de agua fría en su cara para que se despejara un poco. Pero eso lo privó de toda su euforia también, dejándolo como un peluche incapaz de sostenerse en pie por sus propios medios.

Sean y Walt se echaron los brazos de Jim en torno a sus hombros y lo ayudaron a salir del baño, justo cuando Ron se arrastraba escalera arriba para avisarle a Deborah que los autos los esperaban en el estacionamiento, donde se había reunido una pequeña multitud que esperaba verlos salir.

—Mierda —masculló Deborah.

Antes que pudiera hacer otra declaración para los libros de historia, Jim abrió un poco los ojos, reconoció a Walt y lo apartó de un empellón.

—¡Mujer! —llamó con voz pastosa, dejando que Sean se las apañara para sostenerlo solo.

Deborah giró y vio que Silvia se apresuraba hacia él, fresca como si hubiera tomado agua toda la noche. Le dirigió una sonrisa apologética a Walt y tomó el brazo de Jim.

—Arriba, Jay —le dijo palmeándole el pecho.

Jim intentó erguirse un poco y descansó su frente contra la cabeza de Silvia.

—¿Pueden bajarlo entre los dos? —les preguntó Deborah.

Sean asintió muy serio.

Deborah enfrentó a Silvia. —¿Y podrás llevarlo sola de la puerta al auto? La gente espera para verlo salir y no puede aparecer así.

—No te preocupes, yo me encargo.

El grupo dejó el salón VIP por la escalera privada y bajaron todos con mucho cuidado para no errarle a un escalón y rebotar todo el camino hasta la planta baja. Cuando alcanzaron la salida lateral, Deborah hizo salir a los otros primero.

Sean y Silvia hicieron que Jim descansara contra la pared. Deborah le tendió una gorra y lentes oscuros pero él la apartó de un manotazo. Buscó a su alrededor con ojos empequeñecidos e intentó acercarse más a Silvia. Ella lo ayudó a poner un brazo de nuevo en torno a sus hombros y tomó la gorra de manos de Deborah. Jim le permitió ponérsela.

—Llévame contigo —murmuró mientras ella le ponía los lentes.

—Por supuesto. Apóyate en mí —respondió a ella.

La gente gritó y vivó a Jim cuando apareció detrás de Deborah, seguido por Sean. Una muralla de teléfonos registraron cada uno de sus pasos desde la puerta al auto que lo aguardaba. Y todos los videos y fotos lo mostraban caminando con normalidad, la cabeza en alto, su brazo apoyado con aire casual en torno a los hombros de una mujer de su grupo.

Silvia lo dejó dormitar todo el camino al hotel, la cabeza de Jim un peso muerto contra su hombro, su brazo rodeándole la espalda. Un beso fugaz en su frente y un susurro le bastaron para despertarlo, al menos lo indispensable para bajar del auto. Los demás intentaron ayudarlo, pero Jim volvió a rechazarlos para recargarse en Silvia.

Sólo cuando el elevador se detuvo en su piso, Jim permitió que Sean compartiera su peso con Silvia. Entre los dos lo llevaron a su suite, que Sean abrió con la tarjeta de su propio cuarto para que cargaran a Jim hasta la cama.

—Hasta mañana, hermano —murmuró Jim. Puso ambos brazos en torno al cuello de Silvia y se dejó caer en la cama, arrastrándola con él—. Tú te quedas.

Silvia aterrizó con Jim casi sobre ella, sus brazos impidiéndole moverse, y le lanzó una mirada suplicante a Sean. El mayor de los Robinson le respondió con una sonrisita socarrona y pateó el pie de su hermano.

—Hasta mañana, idiota.

Silvia sólo pudo verlo marcharse, apagando las luces de camino a la puerta.

Jim estaba como desmayado. Un elefante hubiera podido pasarle por encima y no se habría enterado, pero no había forma de hacerle aflojar los brazos en torno a Silvia. Bien, como si a ella le molestara.

Se las compuso para sacar su teléfono y le escribió a Claudia. Su amiga se había ido de la disco con Tom un par de horas atrás y no tenía idea dónde estaba.




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