Sin Retorno

63. Un Día Incomunicado

Lo que los americanos llamaban el personal técnico y junior trabajaron durante horas en el estadio antes de que los músicos y el personal de más jerarquía fueran capaces de levantarse. Arrastraron sus resacas lo mejor que pudieron hasta que hallaron el camino al restaurante del hotel donde los esperaba el almuerzo.

Tan pronto se reunieron allí, Deborah contó cabezas una vez más. Sí, el único que faltaba era Jim. Ella aún tenía su teléfono, así que llamó directamente a la habitación.

Sean vio su expresión al regresar a la mesa y suspiró. Para variar, él era el único que se atrevía a ir a golpear a la puerta de Jim, sobre todo sabiendo que no estaba solo.

—Yo iré por él —le dijo a Deborah, y se volvió hacia Jo—. Pide mi almuerzo, por favor. Regreso enseguida.

Fue hasta la suite de Jim y se detuvo antes de llamar, prestando atención. No se escuchaba un solo sonido desde el interior. Su hermano aún dormía. Sean llamó a la puerta y aguardó. Nada. Volvió a llamar.

—¿Jim? —No obtuvo respuesta—. Despierta, Jimbo. —Nada—. Voy a entrar, Jimbo.

Abrió la puerta con la tarjeta de su cuarto sigilosamente y asomó la cabeza, listo para retroceder dependiendo en lo que viera.

No fue necesario.

Jim y Silvia seguían acostados completamente vestidos, casi en la misma posición en que él los dejara esa madrugada. Ninguno de los dos se movió cuando él entró.

Sean fue de puntillas hasta la cama y se detuvo allí, ceñudo. Silvia y Jim dormían enfrentados. La cabeza de Jim descansaba en el pecho de Silvia, su brazo rodeándole la cintura. La cara de ella estaba oculta a medias en el alboroto que era el cabello de Jim, sus brazos en torno a los hombros de su hermano.

Hubiera preferido encontrarlos teniendo sexo y no acurrucados así, como si Jim hubiera buscado protección en ella, y ella intentara protegerlo, escudándolo con su propio cuerpo.

Aún rumiaba aquella escena cuando Jim abrió los ojos para mirarlo directamente, bien despierto. Sean rodeó la cama para agacharse tras Silvia, tan cerca de la cara de su hermano como le era posible.

—Bajaremos en media hora —susurró Jim—. Pídeme lo de siempre. Ella comerá un bistec con ensalada y Coca clásica.

Sean sólo pudo asentir e irse.

Jim aguardó a que su hermano cerrara la puerta antes de alzar la cabeza hacia Silvia. Aquel movimiento bastó para despertarla. Luchó por entreabrir los ojos y le dirigió una sonrisa fatigada, que él le devolvió.

—Hey.

—Hey, Jay.

—Eso me suena.

Silvia rió por lo bajo, frotándose la cara mientras giraba para acostarse boca arriba, uno de sus brazos aún en torno a los hombros de Jim, los dedos enredados en su cabello.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó con voz pastosa.

—Me estalla la cabeza.

—Tengo analgésicos en mi bolsa. Si aún tengo bolsa.

—Me tomaría una docena.

—¿De bolsas?

—Qué graciosa.

Silvia tanteó la cama en busca de su teléfono y lo halló en la alfombra. Una sensación bien bíblica como de una corona de espinas clavándose en su frente le causó un mareo cuando se inclinó a recogerlo. Jim se recostó boca arriba a su lado, un brazo cubriéndole la cara para protegerse los ojos de la luz diurna.

—Nos esperan a almorzar —murmuró.

—No puedo quedarme. Tengo que regresar a lo de los padres de Claudia.

—Comamos un bocado y luego te marchas.

Silvia suspiró. —Muy bien.

Usaron el baño por turnos y se reunieron para compartir el lavabo. Parecía que no había agua fría que les alcanzara para despejarse.

Jim alzó la vista al espejo y soltó una risa seca. Silvia miró también y se hizo eco de su reacción. Él sostenía un par de analgésicos en una mano y una botella de agua en la otra, el cabello revuelo, una áspera barba de dos días ensombreciéndole la cara y los ojos apenas abiertos por encima de oscuras ojeras.

Ella no se veía mejor. El agua le había corrido el maquillaje por toda la cara, pegoteando mechones de cabello a sus sienes, y sus ojeras competían con las de Jim.

—Somos un desastre —dijo él.

—Creo que nos estamos poniendo viejos para esto.

Para cuando llegaron al restaurante, los demás ya habían terminado de comer y se habían marchado. Escogieron una mesa entre dos ventanas, escudados del brillo tras los gruesos cortinados atados a los marcos, y comieron en silencio, esperando que la comida y los analgésicos los ayudaran a reintegrarse a las filas de los vivos.

Después de asegurarse que todos se estaban preparando para partir hacia el estadio, Deborah regresó al restaurante y no esperó invitación para sentarse a la mesa de Jim.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó, ignorando su torva mirada de soslayo—. ¡Por Dios, Jim! ¿Por qué tenías que beber tanto? ¿Acaso recuerdas algo de anoche? —El mentón de Deborah señaló a Silvia, ignorando el gruñido ceñudo de Jim, que vaciaba su jugo de naranja de un solo trago—. ¡Por suerte ella estaba allí para ayudarte! No sé si lo recuerdas, pero no podías ni mantenerte en pie. —Se volvió hacia Silvia—. Gracias. Anoche en verdad salvaste el trasero de este necio.




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