Sin Retorno

67. Suite Presidencial

Un silencio sobrecogido siguió al final de la canción, en el que todos se quedaron mirando el escenario sin ver que Jim saltaba a ayudar a Silvia a bajar de la valla, le tomaba la mano y se marchaba con ella.

De pronto fue como si todos despertaran, recordaran vaciar sus pulmones o volver a llenarlos con un último escalofrío. Sus ojos se encontraron al moverse alrededor, un poco confundidos, un poco interrogantes, mientras se preguntaban qué acababa de suceder realmente, de dónde había salido esa canción desconocida, por qué estaban emocionados. Las miradas buscaron confirmación y todos comprendieron aliviados que a los demás también les había pasado algo, no sabían bien qué, pero algo contundente.

Tentaron pasos y movimientos simples, tratando de recordar qué se suponía que hicieran a continuación. Y las dos personas que los empujaran a ese momento de confusión los rescataron cuando la voz de Silvia brotó de las torres de sonido del campo.

—¡Debería matarte! ¡Si vuelves a hacerme algo así…!

La risa de Jim la reemplazó. —Todos oyeron eso, ¿sabes?

—¡Mierda!

El breve acople cuando Silvia apagó el micrófono les arrancó risitas vacilantes. ¡Este Jim! Sam escogió música tranquila, que llenó el estadio a medio volumen, y todo intentó volver a la normalidad.

Detrás del escenario, Jim llevó a Silvia al trailer y la invitó a sentarse, yendo hacia el refrigerador.

El trailer estaba dividido en dos secciones. La parte de adelante tenía mesas y asientos de un lado y una pequeña cocina al otro, en una barra con un microondas, platos y vasos. Los cubículos del baño y de la ducha se hallaban en la mitad del trailer, y media docena de literas ocupaban la parte posterior.

Silvia se disponía a sentarse cuando su teléfono vibró con un mensaje.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jim, tomando una botella de jugo del refrigerador.

Ella sonrió al ver que era Claudia preguntándole si estaba bien. Mejor que su respuesta fuera convincente, o Claudia reuniría a los demás para venir a golpear la puerta del trailer en pocos minutos.

—¿Qué sigue, milord? —inquirió, guardando su teléfono cuando Jim trató de espiar qué había escrito, bebiendo jugo a largos tragos.

—Bien, yo podría ser tu juguete como dijiste hace un momento, o podrías hacerme rogar por más.

Silvia revoleó los ojos. Ahí estaba de nuevo, promocionando una película que no le interesaba protagonizar. Si quería evitarse un infarto, necesitaba apartarlo de lo que para él no era más que una broma. Seguramente lo lamentaría por el resto de su vida, pero al menos sobreviviría para lamentarlo.

—Ya, Jay, no es gracioso —gruñó.

Jim rió por lo bajo. ¿Pretendía cobrarse el acústico de Enemy? Buena suerte. Tomó su mano, sin soltarla cuando ella intentó retroceder.

—Ven, suelo dormir un rato antes de tocar —dijo, guiándola hacia la parte posterior del trailer. Se sentó en una de las literas, con cuidado para no golpearse la cabeza con la litera superior, y alzó la vista hacia ella sonriendo—. Bienvenida a mi suite presidencial.

Silvia apretó los dientes con el ceño fruncido y acabó sentándose a su lado como los dos sabían que haría.

Jim se recostó, corriéndose hacia atrás para hacerle lugar. Ella se tendió junto a él suspirando. Él pasó un brazo bajo su cuello y la hizo tenderse de lado, enfrentándolo. Silvia descansó la cabeza en su hombro y una mano en su pecho, evitando mirarlo. Los labios de Jim rozaron su frente en un beso. Le gustaba sentirla tan cerca, aunque ella insistiera en hacerse la distante.

Si se hubiera tratado de cualquier otra mujer haciéndose la difícil, Jim ya la habría tomado.

Desde que Carla lo dejara, y sobre todo después de salir con Kate, el sexo se había convertido en un pasatiempo para él. O más bien un deporte, y a él siempre le gustaba ganar la presa más difícil. Se había habituado a tener a las mujeres más codiciadas, de a una o de a varias a la vez, dependiendo de su humor. Para olvidarse de ellas tan pronto les daba la espalda.

Era un intercambio parejo. Él las usaba abiertamente y les permitía usarlo a él. Ellas le daban un rato de diversión. Él les daba una noche de juegos atrevidos con el nombre famoso y el cuerpo escultural, que era lo único que buscaban. Eran demasiado superficiales para buscar otra cosa, para ver más allá. Se marchaban tan satisfechas, tan tontas y sonrientes, tan alegres de verse en fotos virales a la mañana siguiente porque la noche anterior se habían ido de una fiesta con él.

Pero Silvia era diferente. Había comenzado como cualquier otra, sólo la quinta forma de matar el tiempo, y no había tardado en destacar entre las demás. No sólo porque ya lo había transformado en su juguete para hacer de lo que quisiera y hacerlo rogar por más. Desde entonces, siempre había estado a su lado cuando la necesitaba, la única que parecía capaz de verlo realmente, la que confiaba en él como ni siquiera su hermano hacía y lo amaba por motivos que él no alcanzaba a comprender.




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