Sin Retorno

70. 3 Cervezas + 1 Tequila

Considerando que volvían a tocar al día siguiente, Deborah no permitió que la fiesta se prolongara más que un par de horas, y disimuló su alivio cuando todos votaron por regresar al hotel.

En el ómnibus, Jim advirtió que Silvia estaba inusualmente silenciosa. Durante la fiesta había permanecido con Jo y Claudia a un costado, un poco alejadas del alboroto que rodeaba a los músicos y de los ríos de alcohol que solían correr en esas ocasiones. Ahora apoyaba la cabeza en su hombro, quieta y callada. Debía estar agotada.

En realidad, Silvia estaba muy ocupada arrepintiéndose de haber declinado todas las bebidas que le ofrecieran después del concierto. Debería haber tomado dos o tres cervezas, o un shot de tequila, o todo eso junto. Tal vez así el miedo dejaría de retorcerle el estómago.

Todavía sacudida por tantas emociones desde que abriera los ojos a la sonrisa de Jim, su instinto de supervivencia había acabado por rebelarse y ahora le exigía que hiciera algo. Ya había estado bien de vivir al borde del infarto. No podía seguir así, permitiendo que la ballena blanca tratara de ahogarla cada vez que ella encontraba un resto del naufragio para mantenerse a flote.

La forma en que Jim la abrazara después del concierto, la forma en que la retenía a su lado ahora, habían acabado agotando su paciencia. Lo que sentía por él era demasiado intenso, demasiado perturbador de por sí, para que además él siguiera divirtiéndose echando leña a un fuego que a él no le interesaba en lo más mínimo.

Era hora de cortar por lo sano.

Lo obligaría a admitir que no quería nada con ella, para no dejarle más alternativa que actuar en consecuencia. No quería hacerlo. Sabía que resultaría difícil, humillante, hasta doloroso. Pero era la verdad. Y ya estaba harta de luchar por no tropezar con los guiños engañosos de Jim.

La única forma de ser su amiga como él esperaba de ella era forzarlo a rechazarla como mujer y poner todas las cartas sobre la mesa.

Una de esas situaciones que nadie quiere vivir. Hubiera querido cerrar los ojos y que, al abrirlos, de alguna forma ya hubiera ocurrido y terminado. Hubiera querido que Jim le soltara la mano en vez de guiarla hacia los ascensores del hotel con el resto de la banda. Hubiera querido huir despavorida a casa de los padres de Claudia, a esconderse bajo la cama hasta que Jim se marchara.

Pero Jim no la soltó, y la condujo a su suite mientras se despedían de los demás con una última broma.

Jim entró primero, prendiendo las luces. Soltó su bolso con un suspiro fatigado y giró para preguntarle a Silvia si quería pedir algo de comer o de beber antes de irse a dormir, pero ella le daba la espalda con la excusa de cerrar la puerta. Y cuando lo enfrentó, no le dio tiempo de decir una sola palabra.

Silvia cruzó la suite a paso de carga, mirándolo de lleno a los ojos, le sujetó la pechera de la chaqueta y lo besó, un beso breve pero intenso, casi brusco, al que Jim no tuvo oportunidad de responder. Un instante ella después retrocedía para observarlo ceñuda.

Jim la enfrentó sorprendido y descubrió el destello húmedo en sus ojos. La comprensión le sentó como una bofetada. ¡Silvia esperaba que la rechazara! Lo había besado sólo para empujarlo a decirle que lo había interpretado mal, pero no hay problema, igual somos amigos. Y por eso había vencido todas sus inhibiciones, exponiéndose a resultar herida con tal de obtener una respuesta.

Y para él había una sola respuesta posible. Una que no precisaba palabras.

Le rodeó la cintura con un brazo y enredó los dedos en su cabello, sosteniendo su mirada desafiante y suplicante a la vez.

Su beso era la respuesta que Silvia menos esperaba.

Pero Jim no le permitió volver a apartarse de él, tampoco recuperar el aliento. Le quitó la chaqueta y se quitó la suya sin dejar de besarla, volvió a tomarla en sus brazos para llevarla a tientas hasta la cama. Allí la hizo recostarse boca arriba y se entretuvo desnudándola prenda por prenda, acariciando y besando cada centímetro de su piel que descubría. Y la forma en que ella se agitaba y se estremecía, conteniendo sus impulsos para permitirle hacer lo que se le antojara, sólo alimentaba el fuego que ardía en sus entrañas.

Cuando terminó de deshacerse de la ropa de ambos, volvió a encontrar sus ojos y se acostó a su lado, atrayéndola sobre él.

Se rindió a ella, sorprendido y conmovido por igual al darse cuenta que él era lo más importante en su vida, y también lo que más miedo le inspiraba.

No era una noche para juegos subidos de tono y atletismos alocados. Eso ya lo habían tenido, ya lo recuperarían. Esa noche era abrazarla, sentirla, entregarse a ella. Para disipar sus miedos y mostrarle que ella también era importante para él. Para que ella se permitiera mostrar sus verdaderos sentimientos, aquel profundo océano de emociones que él ansiaba recorrer y que sólo él podía agitar. Para sumergirse en todo el placer que ella le ofrecía y sentirla deshacerse entre sus brazos, en un clímax lento, arrollador, silencioso, de absoluta renuncia. Y entonces guiar la mano aún temblorosa a su pecho, para que ella comprobara que sus corazones latían con idéntica intensidad.




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