Los dedos de Jim se deslizaron como un soplo, dibujando las facciones de Silvia en las sombras, sus narices a pocos centímetros, sus piernas aún enredadas.
—Sabes que eres mía, ¿verdad? —susurró, su pulgar resbalando por los labios entreabiertos. Silvia encontró sus ojos por intuición y asintió—. Nada podría cambiarlo ya, aun si jamás volviéramos a vernos o hablarnos.
—Lo sé. Desearía poder evitarlo.
Los dedos de Jim recorrieron la línea de su mandíbula hacia su mentón. —Ése es tu orgullo hablando, mujer.
Ella se encogió de hombros. —Tal vez. Pero contarme entre la horda de locas por ti no me hace mejor amiga.
—¿Eso es lo que quieres?
Silvia tardó una eternidad en responder, sólo para devolverle sus propias palabras. —Eso es lo que tú quieres.
Él se tendió sobre ella, hablando contra su boca. —Di mi nombre. Di lo que sientes por mí.
Y sintió con sus labios la sonrisa triste, resignada de Silvia al hacer lo que le pedía. —Te amo, Jim.
¿Triste? ¿Resignada? Ésa no era ella. La besó con ímpetu, ganándose entre sus piernas y haciéndola sentir todo el peso de su cuerpo.
—Esto es lo que quiero —susurró, respirando su gemido cuando ella lo sintió en su vientre—. Quiero que seas como yo. De todos, de cualquiera, de nadie. Pero siempre mía.
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Editado: 15.08.2023