Sin Retorno

72. Las Zapatillas Rojas

Amanecía cuando Silvia despertó. Jim dormía profundamente, tendido boca arriba con un brazo extendido a través de la cama y el otro rodeándole los hombros. Permaneció muy quieta contemplando su perfil, que se recortaba negro contra la ventana donde la noche retrocedía.

Nada tenía sentido.

Despertar junto a un hombre así, amarlo así.

Su cabeza era un caos de ideas fugaces y sentimientos y emociones que no lograban formar ningún pensamiento coherente.

Nunca nadie le había hecho el amor como Jim la noche anterior. No tenía nada que ver con sus legendarios atributos como amante, que ella ya había conocido antes de saber siquiera su nombre. Su ternura y su atención infinitas, las emociones brillando en esos ojos de hielo y estrellas, la forma en que se entregara a ella.

Su escalofrío hizo que el brazo de Jim la atrajera contra su costado.

Si durante los dos últimos días se había limitado a fluir de un momento al siguiente, sin saber que pasaría en un minuto o en una hora, ahora resultaba sencillamente imposible prever lo que ocurriría. Y eso la aterrorizaba.

Los dedos de Jim se enredaron en su cabello.

—Duerme, mujer —murmuró sin moverse.

Ella descansó un brazo sobre su pecho, luchando con la tentación de acariciar esa piel que tanto había soñado con volver a tocar, de pronto a su disposición para recorrerla a su antojo. Volvió a quedarse muy quieta, viendo cómo la mañana apagaba las últimas estrellas y tomaba el cielo por asalto.

¿Qué sería de ella luego de ese fin de semana a su lado? ¿Cómo se suponía que volviera a su vida de siempre, como si nada hubiera sucedido? ¿O se suponía que le diera la espalda a cuanto amaba además de él, lo abandonara todo y lo siguiera adondequiera se le ocurriera llevarla? ¿Se suponía que preguntara al respecto? ¿Se suponía que aguardara y viera qué hacía él? ¿Se suponía que tomara alguna decisión? ¿Qué decisión podría tomar?

Jim era todo lo que alguna vez había soñado y deseado.

Y era cuanto temía.

El que tenía su corazón en un puño para hacer de él lo que quisiera.

El que la hacía sentir expuesta e indefensa, casi acorralada.

El que la hacía sentir viva.

Ya no la ballena blanca destrozándolo todo a su alrededor, sino más bien las zapatillas mágicas de baile, ofreciéndole un paseo que ella disfrutaría y lamentaría por el resto de su vida.

—¿En qué mierda piensas tan temprano? —musitó Jim.

Ella se encogió de hombros. —¿Tú?

Él soltó una risita soñolienta. —Aquí estoy. Duerme.

Temo que ése es el problema. Silvia luchó por tragarse la respuesta que le raspaba la garganta como burbujas de champagne barato. Su mano aprovechó para burlar su autocontrol y deslizarse por el pecho de Jim.

El suspiro que escapó entre sus labios pareció empujar la mano de Silvia a resbalar por su estómago. Y ese movimiento hizo que sus labios rozaran la piel de Jim. Sus hormonas inundaron su cerebro a la velocidad de la luz. Quería volver a escucharlo suspirar. Quería volver a saborear su piel.

Jamás tendría suficiente de él.

Suficiente de su alma, de su risa, de su cuerpo.

El murmullo de Jim pareció acariciar sus oídos. —Si no me dejarás dormir, mejor que valga la pena, mujer.

Silvia rió por lo bajo, adivinando a qué se refería. Cómo negarse. Se deslizó bajo las sábanas, escurriéndose entre los brazos que no intentaron retenerla.




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