Sin Retorno

76. Desatado

Ver el concierto desde el costado del escenario era seguro y cómodo. Podían platicar, tomar fotos, filmar y hasta disfrutar una cerveza con snacks. Pero sólo hizo que Silvia, Jo y Claudia juraran que la noche siguiente regresarían al campo, porque ahora sabían lo que se perdían desde su posición acomodada.

Jim parecía especialmente inspirado aquella noche, y empujaba al público a la locura para dejarse contagiar. Se metió a caminar entre la gente, trepó a una torre de sonido para dejarse caer sobre la multitud al mejor estilo Eddie Vedder, se tendió de espaldas sobre las manos del público y se dejó pasear de aquí para allá mientras cantaba. Y la gente lo sostuvo, lo tocó, lo abrazó, lo besó; le quitaron la chaqueta, arrancaron sus muñequeras, desgarraron su camiseta.

Y él aún pedía más.

Y la multitud le dio más.

Pronto había escaramuzas a todo lo largo de la valla, entre el personal de seguridad y quienes intentaban alcanzar el escenario.

—¡Esta noche está desatado! —exclamó Jo, viendo que Jim apartaba de un empellón a un asistente para ayudar a un chico que intentaba llegar a su lado.

—¿No suele comportarse así? —preguntó Claudia.

—No. Hacía tiempo que no lo veía tan efervescente. —Jo vaciló, frunciendo el ceño—. Desde que regresamos del Rancho el año pasado.

Claudia le obsequió una sonrisa de costado.

Jim reunió dos o tres docenas de personas del público en el escenario para las últimas canciones, que fueron un delirio de chicos saltando a su alrededor.

Deborah, Ron y varios más se afanaban conteniendo a los de seguridad. Si Jim llegaba a verlos ponerse bruscos con la gente, no vacilaría en atacarlos y aquel concierto memorable acabaría en tragedia.

Cuando llegó el momento de tocar Breathe In para terminar el show, Sean le hizo señas a Jo. Ella tomó a Silvia y Claudia de la mano y las arrastró hacia el escenario.

—¡Vengan! ¡Esto será divertidísimo! —exclamó alegremente.

Las otras dos no tenían idea a qué se refería, pero la siguieron sin vacilar.

—¡VAMOS! ¡MUESTREN LO QUE TIENEN! —gritó Jim a la multitud, que hizo temblar el estadio desde sus cimientos. Se volvió hacia los que se apretaban entre él y la batería de su hermano—. ¡MUÉSTRENME LO QUE TIENEN!

Todos gritaron a voz en cuello y él comenzó la canción.

Jo se ubicó en la última fila de gente, de espaldas al estadio y al universo, bailando para Sean, que tocaba con una gran sonrisa en su cara de villano. Silvia y Claudia permanecieron cerca de ella e hicieron lo mismo que quienes las rodeaban: cantar, bailar y dejarse arrastrar por la música.

Jim arengaba a la multitud, cantando y brincando como si acabaran de avisarle que aquél sería el último concierto de su vida. Luego del primer estribillo, hizo que la gente sobre el escenario se diera la mano y formara una línea, que él guió por el espacio libre entre los músicos. La línea pronto se convirtió en dos círculos concéntricos que giraban en direcciones opuestas. Y en el centro, los ojos cerrados y los brazos abiertos, Jim giraba sobre sí mismo como un derviche loco. Se formaron más círculos en el campo, y el espacio frente a la valla parecía un tembladeral ondulante.

Jim descubrió a Silvia hacia el final de la canción, cuando se paseaba entre la gente sobre el escenario para hacerlos cantar los últimos versos. Entraba y salía de aquel caos que sólo él controlaba, poniéndoles el micrófono en la cara, y de pronto se halló frente a ella, que cantaba y bailaba como los demás, agitada y arrebolada, una sonrisa a flor de labios, los ojos brillantes de excitación.

Borracho de luz y música y adrenalina, le tomó la mano e intentó sacarla del grupo. Pero Silvia alcanzó a sujetar al chico que saltaba junto a ella, y pronto Jim encabezaba otra línea serpenteante de gente. Al advertirlo, comenzó a girar y cruzarla hasta que la desarmó y la gente volvió a retroceder. La mano de Silvia resbaló entre sus dedos, y al voltear no logró hallarla.

Sonaban los últimos acordes. Dio media vuelta y corrió a subir de un salto a su retorno para saltar hacia el borde del escenario.

Terminó la canción allí, los brazos abiertos una vez más. Y tres asistentes de seguridad bajo él, listos para atraparlo si caía, porque sus pies estaban más en el aire que sobre el escenario. Y allí permaneció cuando acabó la música, la cabeza echada hacia atrás, jadeante, sudado, envuelto en una ovación frenética que no menguaba. Como una violenta marejada de energía que venía a romper sobre él, ahogándolo, colmándolo, haciendo que su corazón batiera como un tambor de guerra y su sangre corriera como fuego líquido. Hasta que sintió que se asfixiaba.

—¡Gracias, Argentina! —gritó entonces, y retrocedió hacia las sombras que lo aguardaban para engullirlo.

El resto de la banda ya había dejado sus instrumentos y se había mezclado con la gente, los brazos sobre los hombros de quienes tenían más cerca, formando con ellos una pared humana que iba de extremo a extremo del escenario. Se adelantaron todos y Jim se mezcló con ellos para la obligada reverencia final, que esa noche hicieron tanto los músicos como los fans.




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