Sin Retorno

79. El Sonido del Silencio

Recorrieron un laberinto de corredores secundarios, la camiseta roja de Ron como un faro varios metros por delante de ellos. Por fin se hallaron a cielo abierto, y sintieron el viento frío y húmedo de la noche, las luces y los ruidos del tránsito a lo lejos. Pero no los registraron realmente. Estaban como entumecidos, perdidos dentro de sí mismos en algún lugar donde no había lugar para preguntas ni ideas definidas.

De pronto sentían algo en su interior, una sensación como una roca que no pedía permiso para existir. Allí estaba. Habían seguido a Ron tratando de aceptar y adaptarse a esta cosa que tenían dentro, hundiendo sus raíces en ellos, negándose a revelar su verdadera forma, su significado, sus intenciones.

Aún caminaban hombro con hombro, los brazos uno contra otro, y el contacto entre ellos parecía lo único real en aquella noche desdibujada. Era la única manera de seguir caminando. Separarse hubiera sido como cortarse una pierna. Se habrían derrumbado allí mismo, obligados a esperar que el otro viniera a levantarlos.

Se subieron al auto en silencio. Jim soltó la mano de Silvia sólo para rodearle los hombros con su brazo, permitiéndole apoyarse contra su costado, los ojos de ambos perdidos en la ciudad a través de la ventanilla. Aún no habían pronunciado palabra cuando bajaron del auto en el estacionamiento del hotel, subieron a un elevador y llegaron a la suite de Jim.

Él cerró la puerta sin soltar su mano y no se molestó por prender ninguna luz. La atrajo hacia él. Se abrazaron y descansaron la cabeza en el hombro del otro, cerrando los ojos. Sólo entonces volvieron a respirar realmente.

Esa cosa seguía allí, imponiéndoles una gravedad que no comprendían y tampoco podían rechazar.

—¿Un baño? —murmuró Jim.

Silvia asintió.

Mientras él llenaba la bañera, ella llamó a la recepción para preguntar si tenían velas aromáticas. Tratándose de la suite de Jim Robinson, apenas había cortado cuando ya golpeaban a la puerta, para entregarle una bonita canasta con velas de todos los tamaños y perfumes habidos y por haber. En otro momento se habría reído. Esa noche tomó la canasta, una cerveza del frigobar y llevó todo al baño.

Jim permanecía sentado a oscuras al borde de la bañera, completamente vestido, como si esperara que algo o alguien viniera a moverlo. Silvia le tendió la cerveza y él la tomó y la dejó junto a sus piernas, sin siquiera abrirla. Observó a Silvia encender velas en todas las superficies horizontales en torno a la bañera. Aquél era toque muy propio de ella. Sus cejas consideraron arquearse cuando la vio arrodillarse frente a él para desatarle los tenis.

El espejo le mostró a Jim que se incorporaba para permitir que Silvia lo desnudara. Y cada prenda que ella le quitaba con sus manos suaves y atentas se sentía como una tonelada de piedras que le quitaba de los hombros.

No precisó elaborar ningún pensamiento complejo para hacer lo mismo que ella y desnudarla. Luego la ayudó a entrar en el agua tibia cubierta de espuma. Sus brazos la rodearon una vez más, para cobijarla y para apoyarse en ella al mismo tiempo.

El tiempo se había extraviado a la salida del estadio, en medio de la multitud que atestaba las calles, y aún intentaba volver a encontrar su rastro para darles caza.

Sus cuerpos se relajaron en el agua burbujeante, mientras ellos bebían un sorbo de cerveza de tanto en tanto. Hubieran podido quedarse dormidos allí mismo, si esa cosa dentro de ellos no se hubiera hecho notar tanto, reteniéndolos prisioneros. La sentían cada uno a su manera, y comprendían que cualquier intento de negación o negociación sería inútil.

Era real. Allí estaba. Había ocurrido. Y ahora le pertenecían.

La mano de Jim dejó la cerveza en el borde de la bañera y tropezó con una esponja enorme y mullida. La sumergió y la deslizó por el brazo de Silvia. Ella le permitió lavar de su cuerpo todo rastro de la noche y todo indicio de lo que llegaría con la mañana. Luego fue el turno de Jim de entregarse a sus cuidados. Y cuando terminó, ella volvió a acurrucarse entre sus brazos.

Un rato o un año después se envolvieron en las gruesas salidas de baño y Jim cruzó sin prisa la suite en sombras hacia el balcón. Silvia se demoró apagando las velas. No tardó en reunirse con la figura oscura de pie frente al ventanal que se abría a la ciudad dormida.

—Acabo de recordar una foto que tomaste antes de que yo llegara —dijo Jim en un tono casual, sin alzar la voz—. Una avenida flanqueada por unos parques enormes, vallados. ¿Tal vez uno era un zoológico?

—Plaza Italia —asintió ella en el mismo tono.

—Sí, creo que ése era el nombre.

—Es una de las zonas más bonitas de la ciudad después de ésta.

—¿Sí? ¿Está lejos de aquí?




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