Sin Retorno

81. Hasta Luego, Cariño

El desayuno no vino solo.

Sean llegó pisándole los talones a la mujer que introdujo la bandeja en la suite. Los saludó con un cabeceo, su cara concursando por la medalla de oro a la Expresión Indiferente y comentó que Deborah les había agendado varias entrevistas antes de ir al estadio.

Jo llegó poco después con la excusa de preguntarle algo a Sean.

Deborah llegó tercera, para preguntarle a Jim si quería algún lugar en especial del hotel para las entrevistas.

Luego llegó Tom buscando sus tenis verdes.

Y con él llegó Claudia para preguntar qué planes tenía su amiga para la tarde.

Cuando llegaron Walt y Liam preguntando por el spa, la densidad de población de la suite hacía que Pekín pareciera el Sahara.

Jim y Silvia no se inmutaron ante aquella invasión. Él vestía su traje de baño más colorido, y ella vestía una de las camisetas de Jim y sus calzas, ambos descalzos. Les dieron la bienvenida a todos con sonrisas serenas desde la mesa junto al balcón, y los demás no terminaban de entender que se vieran tan descansados y tranquilos.

Jo advirtió que si la primera noche irradiaban aquella persistente sensación de unidad, ahora parecían un muro construido en un único bloque de granito, irreductible, impenetrable.

Como los músicos estarían ocupados, las mujeres decidieron que era tiempo de que Jo conociera un poco la ciudad e ir al estadio luego de la prueba de sonido. Nadie puso objeciones y Jo y Claudia se fueron para cambiarse. Cuando regresaron en busca de Silvia, Jim le tomó la mano y la hizo acercarse a él en la mesa. Intercambiaron una mirada y una sonrisa cálida.

—Compórtate, mujer —dijo él, ofreciéndole sus labios en vez de su mejilla para que besara.

—Aburrido —replicó ella, rozándole la boca en un beso breve—. Hasta luego, cariño.

Las tres mujeres se marcharon y Jim siguió desayunando, indiferente a las miradas atónitas que siguieron a Silvia cuando dejó la suite. A los demás les costaba creer lo que acababan de presenciar. La mitad de ellos nunca habían visto a Jim tratar así a una mujer, con confianza tan íntima, básicamente porque Jim nunca permitía que ninguna mujer se quedara hasta el desayuno. Y la otra mitad intentaba digerir las implicaciones.

Hasta que Deborah vio la hora y puso a todo el mundo en movimiento.

Claudia notó la extraña calma de su amiga. Hubiera querido que estuvieran solas, porque era una conversación para tener en su propio idioma, y jamás serían tan maleducadas de dejar a Jo fuera.

En tanto, Silvia podía ver que Claudia moría por preguntarle qué había pasado la noche anterior, y se alegraba de que no hubiera ocasión para esa plática. Porque era consciente de que cualquier intento de explicación resultaría simplemente incomprensible para cualquiera que no hubiera estado en sus zapatos.

Ella y Jim ni siquiera habían mencionado lo que ocurriera en el trailer. Vivirlo había sido más que suficiente. Y por demencial y enfermo que pareciera, aquel momento de violencia los había acercado más allá de toda explicación. Él se protegería para protegerla de sí mismo. Ella claudicaría su orgullo para no exacerbar la furia de él, que la empujaría a dejarlo.

Ahora los dos sabían sus límites, propios y ajenos, y que estaban dispuestos a ir contra sus propios impulsos por no perderse uno al otro. Ella al no irse dando un portazo. Él al controlarse en plena locura para no lastimarla. No había sido sencillo. Seguramente el precio se cotizaba en cordura y salud. El esfuerzo los había dejado vacíos, frágiles.

Los que dejaran el estadio eran dos marionetas rotas, con los hilos cortados, que precisaban aunar la escasa fuerza que les quedaba para dar cada paso. Y en esa nada agotada, aturdida, estar juntos había sido lo único que les permitiera empezar a recuperarse, llenar el vacío de destrozos que dejara la tormenta.

Primero con silencio, luego con palabras casuales, construyendo al mismo tiempo, sin siquiera darse cuenta, un espacio íntimo diferente. Y junto con el descubrimiento que no buscaban ni querían, pero que les resultaba imposible rechazar, estaba el hecho consumado, ineludible, de que aquel domingo ventoso era su último día juntos. Y ninguno de los dos tenía la menor idea de lo que seguía para ellos. Porque la consigna de la semana ya había cumplido su ciclo. Porque no tenía sentido hablar de amor ni de futuro. Porque ya no volverían a tratarse como amigos. Porque ninguno de los dos dejaría su vida entera para ocupar su lugar en la vida del otro.

Entonces tablas.

Nada.

Un agujero negro.

Eso era lo que se abría ante ellos, un punto de masa cero y densidad infinita con intenciones de tragarse todo el universo y no dejar ni los huesos. Y contra los agujeros no se lucha. Uno se deja arrastrar o se muda al universo de al lado, no hay terceras alternativas.

El universo vecino tenía una expectativa de vida de un par de horas que se renovaba constantemente. De modo que Jim y Silvia habían pasado por la tienda a buscar algo de comer y se habían ido de picnic a ese universo, cuya fecha máxima de vencimiento era el lunes al mediodía. Ese día, a esa hora, cada uno se tomaría un avión de regreso a su propia realidad. Buscarían lo que hubiera para hallar y compartirían sus descubrimientos. O no. ¿Cómo saberlo desde el picnic?




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