Sin Retorno

82. Algo Loco

Silvia hubiera deseado regresar al combo de miedo y ansiedad que llegara a conocer tan bien, porque aquella serenidad se hacía difícil de sobrellevar. Pero no podía evitarla.

Pasó una tarde muy divertida con Jo y Claudia, y a las siete se dirigieron al estadio. Hallaron a los músicos en el área de catering, y Tom y Claudia le dieron al esquinazo a todos para encerrarse en el trailer por un par de horas, como si no hubieran pasado las tres últimas noches juntos.

—Mierda. Quería dormir un rato —rezongó Sean.

—Ve al vestidor —replicó Jim.

—No hay literas, ¿puedes creerlo? Ya sabes que odio dormir en un sofá.

—No te preocupes, amor —susurró Jo en su oído—. No tardarán en salir, y tú eres el siguiente afortunado.

Sean la enfrentó con uno de sus ceños tormentosos, luchando por no sonreír de oreja a oreja y arruinar su imagen de tipo duro.

Jim y Silvia fueron a caminar juntos por el campo desierto. Era algo que a él le gustaba hacer, para apreciar las dimensiones reales del lugar sin gente, embeberse en aquel silencio que él borraría en un pocas horas con un simple movimiento de su mano.

—Estuve pensando en lo que dijiste anoche —comentó cuando se detuvieron para mirar a su alrededor.

—Anoche dije varias cosas, y no estoy segura de recordarlas todas.

—Cuando hablaste de irnos a hacer algo loco.

—Oh, sí, eso lo recuerdo.

—Me gustaría hacerlo esta noche. ¿Me acompañas, mujer?

Silvia no estaba segura qué se proponía Jim, pero ya había aprendido que intentar decirle que no a esa sonrisa era la abuela de las batallas perdidas.

—Seguro, por qué no.

—Me recordaste esa vieja canción que me enviaste en diciembre. Perros algo.

—Perros en el Patio —asintió Silvia, y cantó por lo bajo:

Vamos a enloquecer como los perros en el patio
Esta noche volaremos, dormiremos toda la mañana
Esta noche perderemos la cabeza
¡Eso es lo que haremos!

—Exacto —sonrió Jim—. Estate lista para largarnos tan pronto termine el concierto. Porque esta noche perderemos un poco la cabeza, tú y yo.

Ella sostuvo su mirada, disfrutando que fuera clara y brillante. Su mano buscó la de él y entrelazó los dedos con los suyos. La cálida sonrisa de Jim amenazó con convertir sus rodillas en gelatina.

Más tarde, Jim apartó a Sean de los demás para hablarle en voz baja.

—Me iré apenas bajemos del escenario, así que encárgate de mis cosas, ¿de acuerdo?

—¿Qué te traes ahora?

Jim le palmeó el hombro. —Tranquilo. Nada grave. Sólo quiero que esta noche sea un buen recuerdo.

Sean no insistió. Al fin y al cabo, era la última noche que pasaban en Argentina.

Y aquella noche, tras tres horas de magia y delirio que enloqueció a otras veinte mil personas, los Robinson intercambiaron una mirada de inteligencia en el momento de dejar el escenario.

La multitud aún gritaba y cantaba, reclamando otro bis, cuando Jim se reunió con Silvia en un estrecho corredor cerca de los vestidores. Ella lo ayudó a cambiarse la camiseta, ponerse la chaqueta militar y su gorra negra.

Ron vio una pareja que se aproximaba corriendo de la mano, riendo como niños, y tuvo que hacerse a un lado para que no se lo llevaran por delante. Los vio alejarse a todo correr desconcertado. ¿Ése no era Jim?




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