Sin Retorno

85. Abre los Ojos

Sean zamarreó a Jim hasta que lo vio tratar de abrir los ojos, fruncir el ceño y cubrirlos de la luz del sol que llenaba la suite.

—Levántate, imbécil. Nos vamos en treinta minutos —gruñó Sean apartándose de la cama.

—¡Mierda! —masculló Jim, aferrándose la cabeza para evitar que se le cayera—. Bajaremos tan pronto ella se vista.

Sean se movía por la suite, recogiendo las cosas de Jim y arrojándolas en las maletas abiertas. Giró ceñudo hacia su hermano al escucharlo. Jim intentaba sentarse, luchando a brazo partido con la resaca.

—¿Ella quién?

Jim lo enfrentó irritado, presionándose las sienes. —Que te den.

—¿Te refieres a Silvia? Se fue hace una hora.

¿Qué?

Jim logró sacar el teléfono de su bolsillo trasero, buscó un número e hizo una llamada, esperando oír otro teléfono sonando en la habitación. La llamada saltó al buzón de voz. Miró alrededor, buscando en vano cualquier rastro de Silvia.

—¿Dónde está? —preguntó, y alzó un dedo—. Sin bromas. No es el mejor momento.

—Se fue, imbécil. No es broma. Mueve el culo o perderemos el vuelo.

Jim respiró hondo y se incorporó. Se cambió la camiseta mientras volvía a llamar a Silvia. ¿Qué podía haber sucedido para que se fuera así? ¿Qué podía ser tan grave? ¿Por qué no lo había despertado?

La llamada fue directo a buzón de voz otra vez y volvió a intentar, sosteniendo el teléfono contra su hombro mientras ayudaba a su hermano a empacar.

No podía haberse ido así, sabiendo que eran sus últimos momentos juntos hasta dentro de cuatro meses.

Había perdido la cuenta de las veces que la llamara cuando alguien se dignó a atender. Antes que pudiera siquiera saludar, un hombre le gritó un furioso fárrago de insultos en español, hasta que alguien le quitó el teléfono.

—Jim, habla Claudia. Por favor no sigas llamando y déjala en paz. Ya has hecho suficiente.

Jim se inmovilizó en medio de la suite mirando ceñudo el teléfono. Entonces lo arrojó sobre la cama, giró sobre sus talones y se dirigió al baño. Sean lo oyó trabar la puerta y suspiró. No recordaba otra ocasión en la que tuviera que contenerse tanto para no darle un puñetazo a su hermano. Siguió arrojando la ropa de Jim en las maletas, gruñendo por lo bajo.

Jim abrió el agua fría en la ducha y metió la cabeza, dejando que el agua le corriera por el cabello, la cara, el cuello. Hubiera deseado sacudirse la borrachera de una buena vez. Necesitaba pensar con claridad.

¿Por qué no lo había atendido? ¿Y a qué se refería la amiga con lo de dejarla en paz y haber hecho suficiente?

Sí, por supuesto que ella estaría triste porque él se iba, pero volverían a encontrarse a fines de octubre, principios de noviembre como mucho. ¡Se lo había dicho la noche anterior! Bien, al menos ésa era la idea. Por eso se había escapado del estadio con ella. Para darle la noticia. No era posible que no se lo hubiera dicho. ¿Entonces cuál era el problema?

Salió del baño con agua aún goteando de su cabello para salpicar su pecho y su espalda, luchando por hacer memoria. Habían pasado una noche inolvidable, la más divertida en siglos, y habían caído desmayados en su cama temprano en la mañana. Todo estaba bien. Hasta lo había despertado como a él le gustaba. ¿Tal vez ella no se sentía lo bastante fuerte para decirle adiós y aquélla había sido su despedida? No, ni en un millón de años. Ésa no era la mujer que él conocía.

Jim recuperó su teléfono para escribirle.

“¿Por qué te fuiste sin despedirte?”

Notó algo en la expresión de Sean, que luchaba a brazo partido con los cierres de una maleta.

—Habla ya —le dijo—. ¿Qué mierda está ocurriendo?

En ese momento sonó el teléfono de la suite y Sean atendió de inmediato.

—Bajaremos en diez minutos —ladró, y cortó.

Jim aún lo observaba, manos en las caderas, esperando una respuesta.

Sean resopló. —¿Qué es lo último que recuerdas de antes que te despierte?

—Pues, estábamos aquí durmiendo, y ella intentó despertarme con una… No importa. Imagino que volví a dormirme. —Jim se encogió de hombros—. Eso es todo.

El teléfono de Jim vibró con la respuesta a su mensaje. Jim la leyó, frunció el ceño, la leyó de nuevo, alzó la vista hacia su hermano.

¿Estabas ocupado, no quise molestarte? —leyó en voz alta—. ¿Qué carajo significa eso?

Sean sostuvo su mirada. Ya no estaba molesto, ni furioso, ni exasperado. Aquel mediodía estaba sencillamente harto de su hermano.

—Dices que recuerdas la mamada —dijo.

—¿Y tú cómo sabes de eso?

Sean alzó las cejas hasta que Jim asintió.

—Bien, ésa no era ella.




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