Sin Retorno

86. La Realidad Contraataca

86. La Realidad Contraataca

—¡Si ese hijo de mil putas alguna vez vuelve a asomarse al sur del Caribe, lo mato!

La mirada de Claudia bastó para interrumpir las promesas de muerte de Miyén. Su amigo resopló enfadado, sus brazos rodeando los hombros y el pecho de Silvia, que había intentado apoyar la cabeza en su hombro y había acabado con la cara contra su pecho, buscando en él el sostén que sus huesos le negaban.

Estaban en Plaza Francia, del lado del cementerio, y a pesar del ruido del tránsito, un sonido breve y discreto hizo que Miyén y Claudia bajaran la vista, para encontrar a Silvia tipeando en su teléfono.

—¿Qué carajo te pensás que hacés?

—¡Miyén!

Él revoleó los ojos mientras Claudia se inclinaba hacia Silvia.

Se había calmado un poco. Al menos ya no le costaba respirar y había dejado de temblar como una azogada. Aún se le escapaba una que otra lágrima, pero ya no lloraba con todas sus fuerzas como un rato antes.

La noción de comida-ducha-cama intentaba hacerse lugar en su cabeza confundida. Era lo último que quería, pero su cuerpo no estaba de acuerdo. Aún tenía la imagen de Jim y esa chica vívida ante sus ojos, interponiéndose entre ella y cuanto la rodeaba. Y dolía. Muchísimo. Era una roca ardiente aplastándole el pecho, un frío insidioso entumeciéndola.

—Tengo que irme —musitó.

Sus amigos se inclinaron para escucharla mejor.

—¿Adónde tenés que ir, bonita? —preguntó Claudia suavemente, esperando que Silvia no dijera “el aeropuerto”, porque nadie podría evitar que Miyén la acompañara y cumpliera sus amenazas.

Silvia se acomodó los lentes de sol. —A casa. Bueno, a casa de tus viejos. Y mañana a casa, a Bariloche.

—Buena idea. Vení, tomémonos un taxi.

—No, no. —Silvia fue capaz de apartarse un poco de Miyén sin volver a derrumbarse—. Vos tenés que ir al aeropuerto. Seguro que ni pudiste despedirte de Tom. Miyén puede venir conmigo, ¿no?

—Claro que voy con vos. Mirá que te voy a dejar sola.

Silvia enfrentó a Claudia y asintió. Le hubiera gustado sonreír. —Andá.

Claudia asintió también. —Voy a llamar a mamá para avisarle que van. Yo vuelvo apenas pueda.

Miyén hizo un gesto afirmativo y Claudia los dejó solos.

Los vuelos a países limítrofes salían del aeropuerto nacional, que quedaba cerca del estadio donde tocara No Return, y Claudia logró llegar antes que los norteamericanos. Fue una suerte, porque Tom y Jo la vieron desde el ómnibus y ella pudo unirse al grupo sin inconvenientes. De lo contrario, jamás hubiera podido acceder a la exclusiva sala de espera que les tenían reservada.

Nadie dijo una sola palabra sobre lo que había sucedido. Claudia notó la mirada interrogante de Jo y meneó la cabeza encogiéndose de hombros. Jo asintió con un suspiro. Eso fue todo.

Jim buscó el sillón más alejado y se sentó allí, apartado de los demás. El combo anti-resaca de Deborah comenzaba a hacer efecto y nadie se acercó a molestarlo, para no provocar uno de sus exabruptos.

Sean lo vigilaba desde el bar. Aunque su hermano menor no estuviera de humor, estaban trabajando, y en sólo cinco horas darían una conferencia de prensa en un país donde tenían miles de seguidores. De modo que más le valía a Jim que hallara la manera de estar a la altura de las circunstancias.

Él lo sabía, y hacía cuanto podía por cumplir con su parte como correspondía. Se hundió en el sillón y cruzó los brazos, los auriculares puestos, la gorra baja, prohibiéndose pensar en nada que no fuera trabajo mientras esperaba la llamada para abordar el vuelo.

Vio a Claudia con Tom y Jo. Ellas parecían estar intercambiando información de contacto. Su mente interpretó lo que sus ojos le mostraban, nada más. Ni siquiera se le ocurrió tratar de hablar con Claudia, preguntarle por Silvia, darle un mensaje para ella. Precisaba reunir su escasa energía para bajar del avión que todavía no había abordado.

Cerrar los ojos fue arrojar por la ventana cualquier intento de concentración. En un instante su mente se llenó de recuerdos del fin de semana. Comprendiendo que era en vano intentar rechazarlos, los dejó desfilar. Los reconoció, les dio la razón, les dijo adiós.

Se incorporó tan pronto los llamaron. Sean lo dejó adelantarse varios pasos antes de seguirlo. Lo vio sacar su teléfono y tipear algo. Gruñó para sus adentros. A eso se debía aquella calma inusual de su hermano: aún no comprendía lo que había sucedido.




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