Sin Retorno

91. El Sabor de los Vidrios Rotos

—¿Jim?

Sean volvió a llamar a la puerta. Mejor que su hermano estuviera listo, porque la recepción del hotel ya estaba llena de reporteros. Era miércoles, el segundo día de la banda en Chile y el intermedio entre los dos conciertos que darían en Santiago, y Deborah había decidido que dedicaran la tarde a entrevistas. De esa forma, podrían tomarse todo el viernes para descansar antes del largo vuelo de regreso a Los Ángeles el sábado.

—¡Jim! —llamó Sean alzando la voz.

Oía música dentro, aunque no la reconocía. Golpeó por cuarta vez, su otra mano palpando sus bolsillos en busca de la tarjeta de su habitación. Entonces oyó los pasos que se acercaban apresurados y Jim abrió la puerta de par en par, la mitad de la cara cubierta con crema.

—¡Qué, hombre! ¡Me estoy rasurando! —exclamó, dirigiéndose de regreso al baño.

Sean entró y cerró la puerta prestando atención a la música. ¿Qué demonios estaba escuchando su hermano? Halló la respuesta al acercarse a la laptop abierta en medio de la cama. Era algo que Silvia le enviara. Reconoció el clip que Jim les mostrara en casa de Tom el año anterior. Sí, ahí estaba Silvia, y Claudia, y el tipo de nombre raro que le diera la cerveza en el parque.

—¿Revolcándote en tu miseria? —preguntó volviéndose hacia el baño.

Jim le sonrió a su propio reflejo en el espejo, sabiendo que su hermano no le creería.

—No. Haciendo una especie de repaso.

Sean meneó levemente la cabeza. —Ya veo. Revolcándote en tu miseria.

Jim salió del baño palmeándose suavemente la cara con la toalla que colgaba de su cuello. Sean notó que estaba de buen humor, como el día anterior, y no acababa de comprenderlo. Porque se daba cuenta que Jim no estaba fingiendo. No era una de sus puestas en escena para mantener a todo el mundo a distancia y recluirse en algún rincón de su interior a cavilar, sufrir, soñar tranquilo.

Su hermano estaba de excelente humor repasando su historia con Silvia, y Sean no se iba a tragar la conclusión obvia. Jim no había tenido ninguna epifanía que le mostrara que todo aquello no era más que otro de sus caprichos. No estaba repasando su historia con Silvia por última vez antes de archivarla y darle la espalda para siempre.

Jim jamás era tan simple.

Aquí había algo más, y en esta carrera en particular, Sean se inclinaba por apostarle al gran caballo negro llamado Negación.

—Reprodúcela de nuevo —dijo Jim, revolviendo una maleta en busca de una camiseta.

—¡Vamos, hombre! —protestó Sean.

—Hazlo y presta atención a la letra. Ya lo hiciste una vez, así que puedes hacerlo de nuevo. No veas el clip, sólo escucha.

Sean se concedió un momento para detestar a su hermano e hizo lo que pedía. Luego cruzó la habitación hacia el minibar para procurarse una cerveza y fue a pararse ante el ventanal del balcón.

Prestando atención a la letra de la canción.

Jim vino a pararse junto a Sean, contemplando la ciudad con una sonrisa vaga. Su hermano lo vio asentir levemente cuando la canción terminó, y procuró ignorar que había vuelto a comenzar.

—Tú lo viste con tanta claridad —comentó Jim sin variar su aire animado y casual—. Y me lo dijiste en ese mismo momento.

—¿Sí? —terció Sean, intentando recordar qué había dicho exactamente.

—Me dijiste que ella estaba enamorada de mí, y que con esta canción me rogaba (recuerdo que usaste esa palabra, rogar) que no jugara con ella.

—Qué hacerle. No puedo evitar ser tan listo.

Rieron por lo bajo.

—Tenías razón, pero en ese momento fui incapaz de comprenderlo.

—¿Y ahora sí lo comprendes? ¿Y cómo te sientes, con tu flamante diploma de hijo de puta certificado?

La clara risa de Jim llenó la suite.

—Estaba escuchando esta canción para tratar de descubrir por qué no pude darme cuenta de inmediato, como tú. —Le lanzó una mirada de soslayo—. Y te contaría gustoso por qué, pero temo que no me creerás.

—Como si te importara. Quieres decírmelo, así que hazlo ya.

—No supe verlo porque ella no lo veía. —Jim ladeó la cabeza pensativo, sus ojos brillantes moviéndose por las altas montañas que acotaban el horizonte—. Debe haber escuchado la canción un centenar de veces mientras editaba el clip, pero jamás le prestó verdadera atención. Para ella, la había elegido para que me diera un cólico. Era una broma, no un mensaje. —Su sonrisa vaciló, rozando una mueca de tristeza—. Ella sólo vio la broma, y yo lo vi a través de sus ojos. Sin embargo, escogió una canción que parecía hecha a medida para nosotros. Y los dos nos negamos a enfrentarlo.

Sean asintió en silencio. —¿Has vuelto a hablar con ella? —preguntó un momento después.

Jim meneó la cabeza intentando volver a sonreír. —No. No me atendería si la llamo.




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