Sin Retorno

94. Una Historia de Tormentas

La luz ambarina de la lámpara de noche la encandiló un momento. Tan pronto sus ojos se adaptaron al suave resplandor, saltó de la cama y salió de su dormitorio rezongando entre dientes.

Una hora.

Había pasado una hora entera dando vueltas en la cama, incapaz de dormirse sabiendo ese video allí, esperando que lo mirara.

Se lavó la cara con aguar fría y buscó sus auriculares. Volvió a acostarse medio sentada, la espalda contra la cabecera de la cama y la tablet en sus manos. Respiró hondo y reprodujo el video.

Las banderas chilenas que se veían por doquier aclararon enseguida dónde había sido filmado. Parecía un estadio pequeño, para menos de diez mil personas, y no cabía un alfiler.

El escenario estaba vacío, a oscuras, y la gente clamaba por el regreso de la banda. Entonces un reflector se encendió a tope de la torre donde Sam tenía su mesa de mezcla, en medio del campo, y un haz de luz blanca enceguecedora atravesó el espacio para iluminar de lleno el micrófono de Jim. La gente enloqueció.

Jim apareció un momento después, y dejó que la multitud gritara y lo aclamara un poco más, mientras su asistente lo ayudaba a colgarse una guitarra. La electroacústica Fender.

Dos mil kilómetros al sudeste y un par de horas más tarde, Silvia meneó la cabeza con mueca reprobadora. Jim le había dejado un video de sí mismo tocando la guitarra que ella le regalara. Qué atento de su parte.

Jim sacó el micrófono de su pie y se adelantó hasta los retornos envuelto en aquella luz deslumbrante, la guitarra colgando a un costado, bajo su brazo derecho. Un gesto de su mano bastó para acallar a la multitud.

—¿Les gustan las historias? —preguntó, hablando con lentitud, tan claro como podía—. ¿Creen que podrán comprenderme si les cuento una historia en inglés?

¡SÍ! —rugió la multitud.

Él asintió sonriendo. —Entonces les contaré una historia de tormentas.

Silvia tanteó la mesa de noche en busca de sus cigarrillos. Encendió uno viendo a Jim comenzar a pasearse lentamente de un extremo al otro del escenario, siempre sonriente.

—Ustedes saben que en la vida hay tormentas buenas y malas, y debemos enfrentarlas, queramos o no —comenzó—. Las buenas tormentas nos hacen más fuertes. Lavan toda nuestra mierda, nos dejan limpios y listos para hacer frente a lo que venga después. —Se dirigió hacia el extremo izquierdo del escenario, exponiendo la guitarra a la vista de la gente, y la palmeó suavemente—. ¿Ven esta guitarra? Llegó a mí durante una tormenta el año pasado. La mejor tempestad que haya enfrentado jamás.

—Ya, Jim —gruñó Silvia, como si aquello no hubiera ocurrido ya.

—Desde entonces me cuido de tenerla cerca —siguió él—. Le muestro cómo me gusta que suene. Y ella está siempre a mi lado, la mejor guitarra del mundo. Un poco temperamental, un poco obcecada, un poco loca. Pero se supone que lo sea, porque es mi guitarra, ¿verdad? Jamás querría una guitarra sin carácter. Así que aquí la tienen: la mejor guitarra, llegada en las alas de la mejor tormenta. —Permitió que la gente riera y gritara un momento antes de continuar—. Pero luego están las malas tormentas, las que arrasan con todo, nos arrastran por el lodo, nos arrebatan lo que queremos. Y permítanme decirles que las peores tormentas nacen aquí. —Jim se palmeó el pecho—. Nacen dentro nuestro.

Hizo una pausa y algo en su expresión, en su actitud, mantuvo a la gente callada y expectante.

—Nacen de una parte oscura de nosotros y no podemos contenerlas. Sólo podemos dejarlas salir. Y entonces nos convertimos en el corazón de la tormenta.

Silvia pausó el video y cerró los ojos respirando hondo. Así había titulado Jim la foto de ellos dos cantando juntos. Ya no sabía si quería ver lo que Jim haría a continuación. En realidad, lo que ya había hecho. Lo que quería que ella viera.

Volvió a respirar hondo antes de seguir viendo el video.

Jim reanudó su lento paseo por el borde del escenario.

—En esos momentos no controlamos lo que dejamos salir —dijo—. No nos detenemos a pensar qué mierda estamos haciendo. Porque no podemos. Tenemos tanto dentro que nos quema las entrañas y nos falta el aire. ¿Saben a qué me refiero?

La multitud gritó a voz en cuello, sacudiendo el estadio.

Jim asintió con una sonrisa fugaz. —Sí, apuesto a que lo saben. Saben que no podemos guardarnos dentro todo eso, necesitamos dejarlo salir. No importa si está bien o está mal, ¡porque necesitamos volver a respirar!

Jim le concedió otro momento a la gente para que volviera a gritar. Algunos comenzaron a corear Breathe In. Hasta que otro gesto de su mano conjuró el silencio como por arte de magia.

—En esos momentos nos convertimos en una tormenta, que no nos lastima porque estamos en su centro, en su corazón. Pero puede herir a quienes nos rodean. —Alguien gritó algo que lo hizo asentir con una mueca—. Sí, es una mierda.

—Ni que lo digas —gruñó Silvia. Se volvió para tomar su cigarrillo y vio que se había consumido en el cenicero. Encendió otro y lo mantuvo entre sus dedos para no olvidarlo.




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