Sin Retorno

96. Viernes Negro

Silvia precisó un buen rato para dejar de llorar, hasta que pudo volver a acostarse y apagar la luz. Permaneció tendida boca arriba, fumando en la oscuridad, los ojos enrojecidos mirando sin ver el techo.

Moría por devolver semejante golpe bajo, y se le ocurrían una docena de alternativas. Pero sólo podía escoger una. Respirando hondo para terminar de serenarse, se obligó a enumerar todas las posibilidades que le venían a la cabeza, y se prometió no elegir ninguna hasta que terminara de detallarlas todas. Sí, era un torpe intento de engañarse a sí misma para no responder en absoluto. Al menos le permitía pensar en algo que no fuera Jim en el escenario, mirándola directamente a los ojos a través de la cámara.

Se quedó dormida a mitad de la lista. Lo lamentaría a la mañana siguiente, cuando despertó de una serie de pesadillas repetidas y angustiantes. Todas comenzaban igual: Jim solo ante miles de personas, como en el video, y ella lo veía hablarle a su público, escondida en las sombras al costado del escenario. Hasta que Jim venía por ella, le sujetaba la mano y la arrastraba con él ante la gente. Entonces la mostraba como si fuera una marioneta rota, para que la multitud se burlara de ella. O hincaba una rodilla ante ella para declararle su amor eterno. O hacía reír a la gente contándole que ella era una idiota acabada. O la besaba e intentaba desnudarla para tener sexo en el escenario, mientras la multitud lo alentaba y lo vitoreaba.

 Por la tarde, cuando terminó con la parte más ardua del trabajo del día, se tomó un descanso para prepararse más mate. Sin los números para distraerla, no pudo evitar revivir esos sueños horribles, la garganta cerrada, un frío quemante en el pecho, un vacío en la boca del estómago.

Unos minutos después, sus amigos recibían en Facebook su convocatoria a un Viernes Negro. Una clave reservada para ocasiones muy particulares, llamaba a reunirse para beber y perder el control, en una juerga que nadie tenía permitido abandonar mientras pudieran mantenerse en pie sin ayuda.

Cuando Silvia y Claudia llegaron al bar poco antes de medianoche, encontraron una docena de sus amigos ya saboreando la primera ronda de tragos. A la una eran casi tres docenas. Miyén llegó cuando Silvia terminaba su segunda pinta. Vio a Claudia a pocos pasos de la puerta y se acercó a saludarla.

—¿Qué pasó? —preguntó.

Claudia meneó la cabeza. —No quiso decirme.

—¿Creés que ese hijo de puta la llamó o algo así?

—Ni idea.

Miyén se dirigió a la barra del bar, donde Silvia esperaba que le sirvieran su tercera pinta.

—¡Hola! ¡Llegaste! —exclamó, y lo abrazó como él odiaba que hiciera en público.

Miyén la hizo retroceder para enfrentarla ceñudo.

—¿Qué pasa?

—Que me voy a agarrar un pedo de enciclopedia. ¿Me vas a cuidar?

—Claro que sí, tarada. ¿Y por qué?

—¿Necesito un motivo?

—¿Para emborracharte? ¿Vos? Sí, necesitás un motivo.

—Te lo voy a deber. —Silvia agradeció el chop rebosante que le alcanzaron y lo forzó entre las manos de Miyén—. Tomá, ponete a tono que estás como cuatro rondas demasiado sobrio.

Hacía años que los amigos de Silvia habían aprendido que no podía ejercer autoridad moral sobre sus hermanos si Facebook estaba lleno de fotos de ella bebiendo o de fiesta hasta el amanecer, y ya estaban acostumbrados a dejarla fuera de cualquier foto incriminatoria. Fue por eso que el sábado por la mañana, mientras esperaba la llamada de Deborah para irse, Jim sólo vio fotos de Silvia cuando la noche recién comenzaba y todos estaban sobrios y comportándose como niños modelo. Y como sólo vio las fotos en las que ella estaba etiquetada, llegó a la conclusión de que “Viernes Negro” era sólo un nombre altisonante para una de sus reuniones habituales con sus amigos.

Salió de los dominios de Suckerborg con un suspiro desanimado.

Las estadísticas del Hey, Jay! mostraban una visita a su última publicación, y el video había sido reproducido de principio a fin al menos una vez.

Nunca le había jugado tan sucio a Silvia, y había esperado alguna clase de reacción de su parte. Tal vez no una respuesta en el blog o un mensaje lleno de insultos, por eso había pensado que hallaría algún indicio en Facebook. Pero tampoco. Nada.

Odiaba la sensación de que las palabras de Sean se revelaban más y más acertadas con cada día que pasaba.

Ella le había dado la espalda. Había sido lo bastante considerada para dejar las cortinas abiertas, para que él pudiera tener un atisbo de su vida de tanto en tanto. Pero eso era todo. Para peor, cuanto alcanzaba a ver desde su pecera era que ella había regresado a su mundo, a su vida de siempre, como si nada hubiera ocurrido. Como si no se conocieran. Como si él no existiera.

Hubiera preferido que devolviera el golpe. Que se mostrara abiertamente ofendida o furiosa, incluso verla con otro hombre para tratar de olvidarlo.

Cualquier cosa menos esto, porque no sabía cómo enfrentar su cortés indiferencia.




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