Sin Retorno

98. Una Maldita Pesadilla

Walt llamó a Jim desde su asiento en el fondo del ómnibus. Viendo que tenía consigo su teclado pequeño, los demás músicos adivinaron canción nueva y se acercaron también. Jim quiso sacar su teléfono para grabar lo que el tecladista hubiera compuesto, y no lo halló en su bolsillo posterior. Seguramente se había resbalado y había caído en su asiento. No sería la primera vez. Sean se ofreció para ir a buscarlo a la segunda fila de asientos.

Fue entonces que el ómnibus hizo una maniobra brusca y repentina que arrojó a todos hacia un costado. El chirriar de los neumáticos se perdió en el ruido del primer impacto, que envió el ómnibus a derrapar de lado. Otro impacto contra la parte trasera convirtió al ómnibus en un trompo fuera de control. Un acoplado los embistió, hundiendo todo el costado del ómnibus, que se detuvo al fin. Sólo para que otro acoplado se estrellara de lleno contra ese mismo costado.

El ómnibus volcó al tiempo que se partía como una nuez, lanzado contra los automóviles que comenzaban a apilarse en la autopista.

La imagen parecía grabada a fuego en la memoria de Jim. El acero curvándose y partiéndose como ramas secas, abriendo una brecha que no dejaba de agrandarse en la mitad del ómnibus, que aun volcado volvía a derrapar. Y Sean que salía despedido por esa brecha, su expresión congelada en una máscara de terror y sorpresa, su cuerpo en el aire al tiempo que una camioneta cruzaba el espacio tras él para ir a aterrizar sobre un automóvil. Todo tan claro, un bucle eterno en cámara lenta en su cabeza.

Se cubrió la cara con las manos, deseando fervientemente despertar. Pero sabía que no se trataba de una pesadilla.

Sean había sido trasladado en un helicóptero que él no alcanzara a abordar, ocupado ayudando a Jo a llegar a una ambulancia. Los bomberos acababan de rescatarla de la mitad delantera, sin heridas graves de puro milagro y hasta en condiciones de caminar si la sostenían.

Su hermano había sido llevado directamente al quirófano, donde los médicos habían luchado durante horas por salvarlo. Hasta habían logrado detener la hemorragia antes que se desangrara por el largo corte en su cuello, y evitar que perdiera el brazo derecho, las heridas más graves de una larga lista. No hacía mucho que lo habían traído a una habitación individual de cuidado intensivo, donde permanecía inconsciente, cubierto de vendajes, lleno de tubos y cables, rodeado de aparatos de monitoreo.

El resto del personal que resultara lastimado ya había sido traído a ese sanatorio, todos ellos con heridas leves salvo Sam, que aún seguía en el quirófano.

Deborah había logrado reunir a los veintitrés heridos en el mismo piso de aquel sanatorio privado, había reclamado que apostaran seguridad en todos los accesos, había esperado el primer reporte de los médicos y había caído desmayada en medio del pasillo. Ahora compartía con Jo la habitación vecina a la de Sean, donde los dos pasarían la noche en observación.

Aquellos en condiciones de dejar el lugar del accidente por sus propios medios, como Jim, habían sido revisados, atendidos, sedados y enviados a buscarse una cama desocupada para descansar. Todos habían seguido las instrucciones menos Ron, Tim y su esposa y asistente Lorna, que habían quedado a cargo de lidiar con aquella crisis. Y Jim, que había estado a punto de emprenderla a puñetazos con las enfermeras que pretendían dormirlo.

La adrenalina había menguado el dolor de la sutura en el feo corte que tenía sobre la oreja derecha. Él también había salido despedido del ómnibus, pero había corrido con suerte y sólo había rebotado y resbalado por el pavimento. La abrasión del asfalto le había quemado el brazo derecho, dejándoselo en carne viva desde la muñeca hasta el codo. Las costillas de ese lado lo estaban matando, pero no permitía que nadie intentara calmar su dolor.

Porque hubiera debido ser él, no Sean, maltrecho y con su vida todavía pendiendo de un hilo.

La impotencia parecía aplastar sus pulmones por momentos, haciendo que todo girara a su alrededor. Cuando la situación amenazaba con superarlo, presionaba sus costillas y su brazo derecho, aferrándose al dolor físico para no perder la razón.

Tom llegó renqueando con un par de muletas, una pierna rota su herida más notoria, pero no la única. Se detuvo a ofrecerle un refresco que Jim ignoró y continuó hacia la habitación de Walt y Liam, donde se suponía que él también estuviera acostado y bajo monitoreo.

Jim descansó su espalda golpeada contra la dura pared tras el banco, y le dolieron muchas más costillas de las que tenía cuando intentó respirar hondo. Cerró los ojos.

Un momento después alguien le presionó suavemente el hombro. Lanzó un manotazo para alejar a la maldita enfermera que insistiría con los calmantes.

—¡Apártate! —masculló.

Pero otra mano atrapó la suya y unos labios temblorosos rozaron sus dedos.

Jim abrió los ojos furioso, alzando el otro puño para golpear a quien fuera. Y lo bajó de inmediato, atónito.

Porque la persona que aún sostenía su mano, sonriéndole a través de sus lágrimas, era Silvia.




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