Sin Retorno

102. No lo Digas

Una foto con Jim y Liam les garantizó la complicidad incondicional de la enfermera, y Silvia no vaciló en aprovecharla. Luego de dejarse guiar a un rincón seguro donde pudiera fumar en ese mismo piso, le encargó a Ron que se procurara media tonelada de comida chatarra, que la chica los ayudaría a entrar a escondidas a la habitación de los músicos.

—Jim ya está abajo, hablando con la prensa —informó en la habitación de Deborah—. Oye, Jo, ¿crees que podrías dar diez o quince pasos?

—¿Qué planeas ahora? —preguntó Deborah intrigada.

—Llevarla a ver a Sean, si puede levantarse.

Jo se sentó en la cama antes que Silvia terminara de hablar. Ella la ayudó a incorporarse y sacó la bolsa de suero del pie metálico. Se detuvieron antes de salir para asomarse al pasillo. Tras el mostrador, la enfermera fue a sentarse frente a la pantalla de las cámaras de seguridad y les hizo un gesto.

Sean abrió los ojos al escucharlas entrar, y Jo no pudo contener sus lágrimas de alegría, acercándose a la cama con ayuda de Silvia.

—¡Oh, amor! —susurró, inclinándose para besar la frente de Sean.

Al verlo palmear suavemente la cama con su mano sana, Silvia ayudó a Jo a tenderse en el estrecho espacio libre junto a él, cuidando que no se enredara con cables y tubos. Colgó el suero de Jo con el de Sean y cubrió a la chica con una manta que halló en el pequeño armario.

—Vendré por ti en media hora —le dijo en voz baja.

Jo sólo asintió, y Silvia se demoró un momento contemplándolos, serenos y satisfechos, los ojos cerrados, las cabezas juntas.

Jim regresó antes que Ron y dejó que Tim se adelantara a ver a Deborah. Al doblar el recodo vio a Silvia como un soldado ante la puerta de Sean, aunque se apresuró a su encuentro tan pronto lo vio.

La aguardó junto a las máquinas expendedoras, dándose cuenta que su presencia le resultaba inesperadamente tranquilizadora.

—La cena llegará en un momento —dijo Silvia al reunirse con él—. ¿Cómo salió todo?

Jim se encogió de hombros palpándose los bolsillos. —Bien, rutina. ¿Tienes cambio? Necesito un café o caeré dormido aquí mismo.

Ella buscó billetes locales y le ordenó un decaf con una de azúcar.

—Nosotros y las máquinas de café —comentó él sonriendo de costado—. Debe significar algo.

—¿Qué siempre nos encontramos en lugares públicos?

Jim rió por lo bajo y le echó su brazo sano al cuello, atrayéndola para estrecharla contra su pecho.

—Sé que debes odiarme, mujer —le dijo al oído—. Pero estoy tan condenadamente agradecido de que estés aquí.

—No te odio, tonto —replicó ella, rodeándole la cintura con un brazo.

Jim apenas había probado su café, aún abrazando a Silvia, cuando Ron dobló el recodo con tres bolsas de papel que olían para subirle el colesterol a un muerto.

—La cena, Jim —dijo aminorando el paso, aunque la mirada que le dirigió Jim evitó que se detuviera.

Silvia retrocedió para seguir a Ron, pero Jim la detuvo. Apuró su café y descansó su mano en la nuca de Silvia, haciéndola alzar la vista hacia él.

Aún con la cabeza cosida, podía darse cuenta que ella no quería tener ninguna clase de momento íntimo con él. Una pena. Porque Jim ignoraba cuánto había acertado Sean en ciertas cosas que dijera, pero sí sabía que había tenido razón sobre una en particular. Y luego de enfrentarse cara a cara con la muerte esa mañana, no estaba dispuesto a seguir ignorando sus sentimientos sólo para que Silvia no se sintiera incómoda.

—Sabes que te amo, ¿verdad? —susurró mirándola de lleno a los ojos.

La forma en que Silvia se envaró le sentó como una bofetada. No se trataba de que no le creyera, sino que no quería que lo dijera. Ella sostuvo su mirada con los labios apretados, su expresión de pronto entristecida.

—Y yo a ti —respondió.

Jim sólo pudo besarla. Decía la verdad, aunque sonaba como si lo hubiera dicho por obligación. Como si no quisiera amarlo. Porque la locura del fin de semana, y la mamada, y el acústico dos noches atrás, y quién sabía cuántas cosas más que se le escapaban a su cabeza golpeada.

Silvia respondió a su beso con una intensidad que lo sorprendió y enseguida intentó apartarse de él, como si se arrepintiera de mostrar lo que sentía. Jim sólo dejó sus labios para volver a abrazarla con fuerza, tragándose una maldición.

La conocía. No había mentido. Aún lo amaba y no estaba enfadada con él. Y a pesar de todo, no quería… ¿qué era lo que no quería?

—Vamos a cenar, Jay —dijo Silvia suavemente, interponiendo todo un paso entre ellos.

Jim respiró hondo y asintió. ¿Qué otra cosa podía hacer?




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